Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Para no decir que no hablamos del sur

Varias obras sudamericanas han colmado las expectativas del exigente público cubano por la imaginación de los libretos, la energía de sus actores y la excelencia de sus puestas en escena

Autor:

Frank Padrón

Sudamérica mantiene una escena inquietante y en sintonía con los conflictos que afectan la región. Lo evidencian varios colectivos que andan por acá dando su aporte a la inmensa fiesta del teatro, que mantiene repletas (sobre de todo de jóvenes) las muchas salas en función de ello.

No diré que está entre lo mejor, para que no se me salga la veta latinoamericanista, especialmente la relacionada con el cono sur, pero es indudable que algunas de las puestas que ya se han presentado lograron una innegable empatía con el más amplio y diverso público.

Una comedia bareback sobre el sida, del argentino Teatro Payrós, se acerca al espinoso tema, como sugiere su título, desde el ángulo humorístico, lo cual implicaba un riesgo mayúsculo. A principios de la pandemia, la ensayista norteamericana Susan Sontag se atrevió con el imaginario que se iba generando, mediante el imprescindible estudio El SIDA y sus metáforas; y ahora el dramaturgo y teatrista Diego Kogan lo intenta a través de un ejercicio desdramatizador con la iconoclasia y la irreverencia como aliadas.

El método, como ninguno, no es cuestionable, pero sí los resultados, que esta vez son tan solo parciales: la historia de un grupo de seropositivos que se aísla y vive en familia dentro de un búnker esperando una importante decisión «oficial», conoce un encomiable punto de partida que, en el trayecto, se desinfla un tanto, debido a reiteraciones, pasajes intrascendentes y flaquezas dramatúrgicas.

Tanto persigue Kogan escapar de los clichés y las convenciones teatrales, y resultar contestario frente a los «higienistas» e inquisidores, que su puesta se debilita a medida que avanza, sumando algunas actuaciones destacadas (Pablo Bustillo, Rosalía Castro...) y ciertos momentos de calidez y organicidad los cuales, lamentablemente, no son mayoría.

El impacto y los interminables y cerrados aplausos que colmaron el Café del Centro Bertolt Brecht tras la funciones de Santo Progreso crearon tal expectativa por los chilenos del Colectivo Plancton, que la mayoría se hacía la boca agua ante su otro espectáculo en el mismo sitio, El crimen del cura Tato, para el cual se redoblaron las colas.

Y es que sus credenciales no pudieron ser mejores: unos payasos representan la armonía de una aldea mediante intertítulos y toda la estética del cine silente; poco después nos enteramos de que, además del eficaz homenaje, el método, sobre todo, alegoriza la mudez de los pueblos ante dictaduras, expansiones del capitalismo salvaje, intromisiones de los consorcios en destinos ajenos. De ahí que a partir de la mitad, los actores retomen la voz y conduzcan la puesta por los cauces tradicionales, sin que por ello dejen de sacar punta a cuanto recurso consideren idóneo para la comunicación, la cual, ya he dicho, alcanzan a plenitud.

Lo ingenioso del guión, el dinamismo escénico y los excelentes desempeños de estos brillantes histriones, consiguen que el auditorio se divierta y hasta emocione mientras aprehende cada idea propuesta y compartida.

La segunda propuesta, El crimen del cura Tato es acaso más ligera pero no menos simpática y original. Sátira a la hipocresía religiosa, al abuso de las jerarquías eclesiales, a los reality shows televisivos, al provincianismo y tantos otros males, esta vez la tropa de excelentes comediantes se integra aún más a la escenografía: ellos mismos resuelven con imaginación soluciones escénicas y dramáticas (tornándose set de TV, vehículos, capillas católicas hasta con sus santos...) que, además de funcionales, acentúan la explosividad humorística del texto y su bien encauzado sarcasmo.

Pra nao dizer que nao faléi das flores (Para no decir que no hablé de las flores) llegó desde Brasil en la maleta de la compañía Arlequins; partiendo de una vieja canción de combate que deviniera himno de la izquierda en tiempos de represión, los cambiantes personajes, sin transitar precisamente un relato aristotélico, tejen microhistorias que se van insertando, eso sí, de manera coherente y sin tregua a la mínima distracción por parte de un auditorio participativo y receptor.

Desdoblándose, equipados por un minimalismo de efectos y accesorios, cambiando apenas un vestuario que suplen más con imaginación que con telas, los no menos sólidos intérpretes discursan también en torno a las falacias y los cantos de sirena del «santo progreso»: según lo entienden, el neoliberalismo y la globalización (léase desempleo, inflación, pobreza, etcétera).

El exceso de información política y socioeconómica que despliegan llega a resultar abrumador, pero la agilidad, el feliz movimiento escénico, el empleo creativo de la música (tanto la diegética como la extradiegética) y la fuerza y la imaginación con que está diseñado el libreto, nos mantienen interesados hasta el final.

El sur, ya se sabe, también existe. Y de qué modo, con qué vigor, con cuánta energía, nos aseguran muchos de los teatristas que desde esas cercanas distancias han viajado hasta La Habana para confirmarlo.

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