Gala Évora debutó en el cine interpretando el rol de La Faraona. Cuando el pasado año se anunció en España el estreno de Lola, la película, en torno, claro, a La Faraona, la mayoría de los medios batió palmas, que poco tiempo después se dividieron, entre algunos admiradores y otros muchos (incluyendo las hijas de la cantaora y bailaora), que rechazaron la obra de plano. En Cuba (donde la artista fue tan admirada) y en muchas ciudades hispanoamericanas, la reacción, sin embargo, ha sido casi unánime: un vergonzante silencio, o el franco ataque.
Ya se sabe que en materia de arte (como también en la pura vida) es preferible la maldición o la blasfemia a ese encogerse de hombros indicativo de algo así como «pasaste sin saber que lo hiciste», y que algunos resumen también en la consabida etiqueta del «sin pena ni gloria». Lo único que Lola, la película cruzó nuestras pantallas grandes con más pena que gloria, sin que ello tenga exactamente que ver con aquel título emblemático de la Flores (¡Ay pena, penita, pena!).
¿Qué falla en el filme de Miguel Hermoso (un cineasta irregular con logrados títulos como Truhanes y no poca hojarasca)? Porque, en puridad, si analizamos con detenimiento los rubros individuales, podemos descubrir cuanto menos corrección: la narración, con toda su linealidad y convencionalidad, es fluida, no presenta mayores escollos en su recorrido biográfico por la artista. Tampoco creo, como han señalado algunos colegas, que el «pecado» ande por el hecho de enfocar más la cámara en los escándalos de alcoba de la figura que en su lado propiamente artístico, o el silenciar, digamos, la filiación franquista de la cantaora, porque asiste al cineasta el legítimo derecho de elegir la parcela que más estime a la hora de armar su biopic.
Por otra parte, la reconstrucción de la España de la época responde a los esperados parámetros de ambientación, dirección de arte, vestuario, etc. Luego Gala Évora (integrante del grupo femenino de «flamenco pop» Papá Levante) detenta un notable parecido físico con la Lola joven, y no carece, incluso, de una evidente gracia para incorporar el personaje.
Pero... (y por aquí se me ocurre anda el quid del asunto), ante una figura de la energía telúrica y el temperamento de La Faraona nada de eso era suficiente: el relato cronológico carece sencillamente de pasión, de ese demonio que permite la trascendencia de un cuentecito más o menos bien contado, para convertirse en un hecho fílmico motivador por sí mismo: la tenacidad de la incipiente estrella, los conflictos con su familia y los hombres que constituyeron sus amores, la evolución de su repertorio y otros aspectos que pudieran trascender la anécdota hacia otras reflexiones por parte del espectador, se quedan en el tintero: al director solo le interesó llevar a las imágenes móviles, de manera más o menos digna, la historia de una vida, y para ello, vamos, que cualquiera de las muchas biografías sobre la actriz y cantante hubiera sido suficiente.
Luego está el diseño epocal, cierto que fiel y suficientemente convincente en cuanto a detalles de mera reconstrucción, pero como demasiado «maquillado» para que acaso no olvide el público que está inmerso en el glamour de una cinta sobre una estrella que como tal tiene sus códigos y reglas: la miseria de esa España primero inmersa y después recién salida de una contienda fraticida no se redujo, sin lugar a duda, a una madre cosiendo hasta de madrugada para aliviar el hambre de la familia, sino que estaba en las calles, en el aire que se respiraba, y que la película en cuestión ni inhala ni exhala por parte alguna.
Irremediablemente viene la comparación con un filme que hace apenas unas semanas se estrenara entre nosotros sobre otro gran icono de la canción, en este caso francesa: Edith Piaff. En La vida en rosa no era necesaria una narración tan ordenadita y minuciosa para que pudiéramos recibir las luchas y conflictos de la biografiada. Tampoco era nada «rosada» la Francia que el realizador Olivier Dahan nos devolvía como marco donde «el gorrión» vivió, amó y murió, pero sobre todo, se contaba con una actriz, Marion Cotillard (recién galardonada con el Globo de Oro y nominada al Oscar como mejor actriz) que lograba incorporar el nervio, la fibra y la grandeza de la excepcional intérprete francesa.
De modo que llegamos al principal defecto de Lola, la película: su protagonista Gala Évora. La Évora carece de la voz, el carácter y la energía con que su representada conquistó públicos durante las décadas del 40 al 80, y aún hoy sigue teniendo admiradores. Baste recordar las escenas donde discute y se pelea con su manager y amante Manolo Caracol (mucho mejor incorporado por José Luis García Pérez) o los momentos donde se altera y grita para sentir casi lástima de la joven vocalista, quien simplemente palidece ante un empeño que le queda demasiado ancho; su tesitura y registro son, por otra parte, de una pobreza evidente, insuficientes para dar vida a quien no se caracterizó (para ser justos) por un aparato vocal de grandes virtudes, pero sí detentaba una fuerza que, como todo en ella, puso al servicio de ese visceral género en el que fue reina.
Lola, la película termina con el nacimiento de la primogénita de la cantante y su esposo, Antonio González «el Pescaílla»: Lolita; esperemos que si los productores se deciden por la secuela que llegue hasta los finales de La Faraona, sean otros el director asignado y, sobre todo, la actriz. Quizá entonces los resultados mejoren y podamos sentirnos compensados.