Parece inverosímil haber reconocido tu presencia
que el aire eterno quiso revelar abriendo con un golpe
la ventana cuando finalizaba el día sin ninguna sorpresa.
Dije no puede ser aunque ella tiene cara de pájaro asustado,
un ángel transparente con sus hebras de oro y el mismo
cuerpo
intacto que la beneficiaba al trasponer la brisa.
Estábamos sentados en las piedras mirando entrar
los barcos,
el agua azul sereno, el cielo blanco roto, el devenir,
la vida todavía demasiado abundante.
Me extasiaba mirarte la perfección del tórax lleno
de absolutismo, los brazos y el borde irreverente de la oreja.
Patética, inconforme, con el pelo nevado, detrás de una
apariencia
que llegaba de inciertas e inauditas lejanías anunciando
unas devastaciones inefables donde la atrocidad
del framboyán destella
como la electrizante luz del rayo verde.
Perplejo. Cada vez más perplejo con las manos atadas
a la espalda
miro las nebulosas del árbol primordial de tu cabeza.
No es sueño lo que oigo, sino música ciega y turbulenta,
un incendio perenne y fabuloso sobre el paisaje abandonado
con casas abrazadas por ciclones y oigo el olor de las violetas
que me están convidando a sus moradas.
Tú a veces me llamabas Odiseo, el de insignificantes
travesías,
acosado por todas las zozobras y un agua de cristales
que vuelvo a ver ahora en las pausas de tu respiración
indefinida.
No sé si es agua o bosque o son palabras viejas, de náufrago,
que están haciendo estragos todavía.
¿Es Júpiter la luz esa que insiste, Júpiter que dejaba
una estela
de sangre de serpiente enloquecida?
Como dentro de un «círculo de tiza caucasiano»
tus ojos se llenaban de una lluvia espantosa
que por las calles de Moscú corría hacia unas permanentes
soledades donde te ibas quedando insatisfecha,
aficionada al vodka y a la melancolía entre una frialdad
que te petrificaba hasta los dientes en pleno corazón
solemne de un crepúsculo custodiado por los techos
magníficos del Kremlin en el anochecer que te apretaba
el alma y sumergía en un pensamiento poblado
de abstracciones que invitaba a morir sobre la nieve
donde el aire cortaba como un feroz cuchillo
entre altas paredes extenuadas.
A merced de las olas comenzaron los días a desaparecer.
Sigifredo llegaba con nefastas noticias, muerte de Mirta,
muerte de Molly Morgan Muir, perennes amenazas
de derrumbes,
vértigo, fiebre, fobia, qué horror, cáncer, cíclopes y una danza
de siluetas que hacen una masacre con el viento
que cruje en la pared dejando las arenas por siempre
movedizas,
las hojas de naranja abandonadas a la tempestad.
Dios y mi Harley Davidson me alejaban de aquí
como a un papel de China, como un pez paralítico en aguas
retorcidas, causas desesperantes de todo el espejismo,
del insólito tedio y de la sed que aumentaba el deseo
de encontrarte en el amanecer desértico donde había
sucedido una batalla.
Quemados bajo el sol los restos de mí mismo.
A expensas de los buitres mi tricornio ridículo, mi sable,
mi fusil.
Tú soñabas la luna fastuosa de Kentucky, violoncellos
que te hacían ir y venir entre relámpagos como un espíritu
que cuida de sus fláccidos senos y su cara ultrajada
y el sombrero de paño y el vestido flamante con sus manchas
de vino, para hacerse retratos finiseculares cuando llega
el invierno que se acerca cruzando, inusitado, el puente.
Dentro de un mar de naves presurosas
hay un bosque de ceibas que se apiñan y abrazan
porque temen al viento cuando azota el palacio invisible
derribado en tu cuerpo esta noche silvestre
que prolonga la estancia de esos pájaros cínicos
con aliento estridente que se esconden con rabia
dentro de tus vestidos.
Te dan miedo y enervan esos pájaros
pisoteando las puertas y estos últimos días
cuando entras en los sitios perpetuos
donde conversas con las ánimas solas,
damas de tu familia que viajan en bicicletas y centauros,
aspirantes al éxtasis, a la impureza, al placer del placer.
Sílfides sin amparo, trémula flor de calabaza,
mira el mar que se obstina sobre un desierto
de apasionantes telarañas donde comienza a claudicar
tu carne estoica que sufre su desfalco y le cierra
la boca a esas visitaciones del deseo que elogiabas
ayer pronunciando aquel nombre de fantasma
que huye de los perros sonámbulos.