La película de Claude Chabrol que pasa por estos días el Festival se desarrolla alrededor de un tema interesantísimo: la vulnerabilidad de la intransigencia. Una jueza de carácter, la abogada más célebre de Francia, por su verticalidad y su dureza, asume un caso de corrupción encabezado por un peje grande. Mientras mayor es la relevancia del implicado, más se esmera la jueza en llevar hasta las últimas consecuencias la acusación, porque, confiesa, quiere aleccionar al país.
Ella no conoce la generosidad, ella no sabe de matices. No le interesan. Ella aplica la ley, sin más, con más ensañamiento que justicia. Pero, desde luego, todo en torno de ella comienza a fallar. Su vida personal se hace añicos en tres días (el matrimonio, la casa, el prestigio), y el jefe le recomienda, para empezar, que tome vacaciones. El tema interior de La borrachera del poder se relaciona, más que con el pago por los excesos de embriaguez ante el poder —cosa obvia desde el título—, con la paradójica irracionalidad de quienes presumen que solo con la verdad se derrumba a la maldad.
La vida es tan compleja que, lamentablemente, además de la verdad, hace falta la inteligencia de saber negociar, para que la lucidez propia pueda abrir caminos, lejos de cerrarlos. Eso parece decir el filme de Chabrol. Eso falla en el personaje de la jueza, y por eso, con todo su aparente y eventual poder, es una mujer fracasada e infeliz. De modo que el diseño del conflicto y de los personajes primordiales tiene todo el interés del mundo en este trabajo del gran director francés.
¿Dónde tropieza su película? En la narración. Chabrol casi nunca ha sido un realizador demasiado interesado por el estilo o las formalidades expresivas del cine. Sus fotografías y direcciones de arte son más bien funcionales, correctas. El estilo, en buena lid, depende de la solidez arquitectónica de la historia, de la riqueza de los personajes, y de la contundencia e idoneidad de la estructura, en la narración. Precisamente por ello, cuando falla la narración en el universo dramático de Chabrol, se derrumba el edificio. Y en este caso, se acusa un sensible problema de dramaturgia: la historia se traba, el conflicto no crece, y el filme avanza como da vueltas el asno en la noria. A la hora y media de película, la jueza está haciendo las mismas entrevistas a los implicados, con el mismo sentido, que aquellas realizadas a los diez minutos de metraje.
Ese problema, la inercia y la cacofonía dramáticas, es asimismo padecido por la intérprete principal, Isabelle Huppert. Vi La borrachera del poder junto a una gran actriz cubana, y esta no vaciló en evaluar la actuación de la Huppert como planimétrica, estancada, deslucida. Penosamente, la cubana tiene razón. La Huppert, una de las mejores actrices del mundo, musa inspiradora de los mejores personajes e historias de Chabrol, no crece en su actuación como no crece la película en cuanto a desarrollo dramático. Virtuosa en la caracterización externa (cómo camina, cómo lleva la ropa, cómo mira), siendo la jueza desde que entra a cuadro, sin la menor discusión, la Huppert padece una especie de estancamiento del repertorio expresivo, y ni siquiera en los momentos de mayores posibilidades para la introspección, la actriz rebasa el oficio y la profesionalidad que le conocemos. La impresión que deja la intérprete, como todo el filme, con su lenguaje televisivo, frontal, algo primario, es la de haber sucumbido a un trabajo rápido, preparado en poco tiempo y rodado también con premura. Atrás queda, en cuanto a la Huppert, la brillantez de La pianista o la profundidad de Gracias por el chocolate.
Chabrol y la Huppert no tienen en La borrachera del poder su mejor película. En absoluto. Si se la ve con cierto interés, a pesar de la escualidez de la escritura y la realización, es por la magnitud humana del aprendizaje que cuenta la historia: uno, no hay que ensañarse con nadie, porque el techo de cualquier ser humano puede ser de muy frágil vidrio; y dos, desconsoladoramente, el mundo contemporáneo se ha vuelto tan complicado, que no siempre se puede ir de frente con la verdad, porque puede uno darse un enorme cabezazo. Para vivir, sin renunciar a los principios, hay que saber negociar, parece decirnos el maduro Chabrol, en estas copas de más que se acaba de tomar.