La enfermera Noevia Riera Pérez, de 67 años de edad, junto a su médico de la familia, Norlandes Rodríguez González, su hermana Graciela y la doctora Yanelis Alfonso Naranjo. Autor: Yahily Hernández Porto Publicado: 22/09/2020 | 01:42 pm
CAMAGÜEY.— Cuando JR llegó a la humilde morada del reparto El Porvenir, una señora jovial nos atendió en el amplio portal donde todos la ven a diario, la saludan y preguntan por su estado desde la distancia de unos cinco metros.
Ella responde a cada gesto de preocupación en tono jocoso: «Aquí, en la pelea, pero con más deseos de vivir que antes».
Así, con optimismo, pero con el tono de preocupación en su verbo que descubre a una mujer valiente, inició el diálogo de esta reportera con la protagonista de la historia, su hermana Graciela y varios especialistas que la visitaban para estar al tanto de su salud.
«Cuando salí de Venezuela pensé que estaba sana, pues la prueba rápida para la detección del SARS-CoV-2 dio negativa. Estaba feliz de regresar a mi patria libre de
COVID—19, más todo cambió», rememora aún angustiada la enfermera Noevia Riera Pérez, de 67 años de edad, a quien la vida deparó un buen susto, «de esos que no se olvidan», asegura.
«Aún no comprendo… ¿Dónde y en qué momento me enfermé? Cierro mis ojos, sacos mis cuentas y deduzco que fue dentro del avión en el que regresábamos unos 300 colaboradores de la Salud. Sí, estoy casi segura de que fue durante el vuelo del pasado 16 de julio, pero ¿cómo fue que el virus me cogió? Yo cumplí con todas las normas de bioseguridad. Esta enfermedad es una caja de malas sorpresas que te deja pensando tantas cosas…».
Esta camagüeyana (quien estuvo 30 meses en el estado venezolano de Anzoátegui) permaneció más de una semana guerreando por su vida en el hospital capitalino Doctor Luis Díaz Soto (Naval). Así recuerda su estancia en la prestigiosa institución.
«Desde que llegué al Naval decidieron entubarme. Estaba grave y no lo sospechaba, pues no tenía ningún síntoma de gripe: ni catarro, ni fiebre, ni tos, ni expectoración, y mucho menos dolor de cabeza. Solo un poco de asco a la comida y una muy ligera falta de aire cuando caminaba en la villa donde me aislaron, en Jagüey Grande, y tampoco le hice mucho caso porque me pasaba constantemente debido al calor sofocante y el polvo.
«Ya se ha dicho antes: esta enfermedad se incuba de manera imperceptible y asintomática en muchos enfermos. En mi caso no me sentía nada y sin embargo estaba grave, al punto que se me quedó el sobrenombre de “la enfermera crítica", por el que muchos amigos aún me nombran.
«Esta enfermedad no es cosa de juegos ni se parece a un catarro; de la nada una se pone en estado crítico… Yo tuve suerte, gracias también al equipo de doctores y a los tratamientos disponibles», reflexiona.
Cuenta que en el Naval nunca perdió la conciencia y supo lo que harían para entubarla: «Los médicos me dijeron: “Te sedaremos —un coma inducido— para que no sientas nada”, y así fue. Cuando volví en mí, después de una semana, estaba que parecía un güin, pues bajé más de 40 libras. No podía sostenerme, tenía miedo hasta de caminar.
«Imagínate que soy diabética e hipertensa y los médicos sabían que podía complicarme. Por eso cuando desperté estaba consciente de mi estado y de lo que me estaba pasando. Cuando vi aquellos tubos en mi cara reflexioné sobre todo lo que debía superar y aún me enfrento, pues la COVID—19 tiene consecuencias.
«Ahora tengo que cuidarme mucho, pues este sala'o virus me ha dejado una neumonía intersticial, y es por eso que tengo en casa un balón de oxígeno, por si lo necesito… Pero no tengo miedo, pues mi PCR evolutivo dio negativo y vivo muy acompañada de mis familiares, en especial de mi hija Deadelkis y de médicos que vienen constantemente a la casa a chequearme.
«Siento que mejoro, pero el impacto de esta enfermedad en la tranquilidad familiar y en la siquis perdurará más allá de cualquier secuela biológica, porque no te recuperas de un día para otro, sino con la ayuda de los tuyos, cosa que en mí no ha faltado».
En la despedida, la «seño» Noevia alza su voz con optimismo: «Gracias, Cuba», dice, y manda un abrazo a los niños y colegas de la sala de Oncología del Pediátrico
agramontino, donde trabajaba antes de cumplir la misión.