Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Duelo por la vida

Juventud Rebelde visitó la institución médica que atiende a casos confirmados con la COVID-19 en las provincias de Ciego de Ávila y Camagüey 

 

Autor:

Yahily Hernández Porto

CAMAGÜEY.— Picaba el sol en la piel y el reloj marcaba las tres de la tarde cuando llegamos un grupo de reporteros al reparto Garrido, de esta ciudad, donde se erige una institución que hostiga sin descanso a la COVID-19, enfermedad que ya ha cobrado miles de vidas en gran parte del planeta.

Estoico, sereno, como si el universo no pudiera con sus paredes y sus almas, así permanece este edificio, que hasta hace unos días abría sus puertas al pueblo camagüeyano para ofrecer diversos servicios de salud.

Ahora solo las despliega ante quienes portan en esta provincia y la vecina Ciego de Ávila este virus demoledor, que castiga no solo con la posibilidad de no sobrevivirlo, sino también con el aniquilamiento de una de las condiciones que más ama el ser humano: la sociabilidad, la comunicación con sus iguales y con el mundo exterior.

Justo en la entrada del emblemático hospital militar Octavio de la Concepción y de la Pedraja, jóvenes de verde olivo dan el seguro recibimiento. Incólumes, ellos custodian un entorno marchito, sin visitantes ni transeúntes curiosos. Tal vez un ocasional claxon a lo lejos anuncia que aún existe movimiento en el lugar.

El acceso a este templo de salud agramontino resulta justo, preciso: fuertes olores químicos obligan a parar en firme. Mujeres distantes, pero serviciales en su mirada, descontaminan tu exterior, y a pocos metros, en el vestíbulo, un fumigador hostiga tus pertenencias. Todo, hasta el pensamiento, se purifica.

Tras caminar por un pasillo (interminable para mi gusto), descendemos al laberíntico túnel que nos comunica con el «corazón» de esta institución. El único cómplice es el silencio, solo interrumpido a lo lejos por el chasquido de ruedas de carritos que evacuan los desechos del día.

Las tenues luces aclaran de principio a fin el andar, pero no intentan imitar al fuerte sol. En las paredes, el verde pálido primero y el azul marino después «suavizan» cualquier estado emocional, y el característico olor a cloro (del fuerte, ese que se entierra en los sentidos), anuncia un muy cauteloso panorama.

La segunda barrera

En breve recorrido llegamos a la segunda barrera, una que muy pocos pueden traspasar. No porque se trate de gruesas paredes, sino porque tras esa fina línea, delimitada por parabanes y una nueva área para la desinfección, solo se encuentran quienes están en aislamiento total: las personas que padecen la destructiva enfermedad y sus desvelados cuidadores.

Aquí el «acceso es restringido», incluso para profesionales de batas blancas que ahora visten el color de la esperanza. Hasta el aire que se respira en ese paso es más denso, como si intensificara el mensaje de que estamos a solo metros del área de mayor peligro, la de posible transmisión. Esta es la «zona verde», antesala de aquella otra roja, la de elevada peligrosidad.

Las características arquitectónicas del inmueble —según descubrí—, están pensadas para que no necesitemos recorrer más allá para distinguir, en un amplio perímetro, las cerca de 90 camas dispuestas en el escenario real de la lucha contra la pandemia. A la derecha están los sospechosos, en el segundo piso, la sala de Cuidados Intensivos, y a la izquierda, en el tercer nivel, los confirmados con COVID-19.

Todo parece robotizado, aunque no existan aquí tales máquinas. Tal es la disciplina y sincronía de las acciones que inmunizan y resguardan al personal.

Como si fuéramos un espejismo es esta fina línea divisoria entre el mundo de acá y ese otro —que prefiero no conocer ni nombrar—, una paciente nos mira fija, como asombrada. Y no es la única, pero es la que más cerca queda, a varios metros de nuestra intromisión en su rutina.

«Son los protocolos de bioseguridad establecidos. Quien cruce esta frontera no sale más hasta que termine la pandemia», aseveró Cidelsy Jiménez Elizalde, enfermera de 37 años, quien lleva unos 15 días sin ir a su casa.

En su hogar, sus hijos Leoni, de seis años, y Mayelin, de 17, la esperan ansiosos. Ella, tranquila, muy segura de sí misma, agrega al diálogo distante: «Se trabaja intensamente. El más mínimo error puede ser fatal. Aquí todo lo media la disciplina, la profesionalidad y la solidaridad», dijo, mientras con la mano en el pecho enviaba un beso a sus retoños y un abrazo a su gente del barrio.

Desde el «corazón» del militar

La enfermera Cidelsy Jiménez Elizalde, de 37 años, lleva unos 15 días sin ir a su casa. Foto: Yahily Hernández Porto

Retrocedemos unos pasos y un inesperado saludo atrae la atención de quienes aún permanecíamos sobrecogidos por las palabras de esa mujer de fibra bien cubana.

«Buenas tardes…». Es un hombre esbelto, de quien solo alcanzo a ver los ojos y la charretera con grados de capitán. Asentimos los presentes, en su mayoría periodistas y fotógrafos de esta urbe legendaria.

El doctor Yordanys Salina Caballero, de 33 años de edad, quien desde el pasado 14 de marzo no ha salido a ver el sol, inicia el diálogo, también a prudencial distancia de nuestros micrófonos.

«Como médicos, no solo experimentamos la restricción que impone este virus a estos pacientes, altamente transmisores de la enfermedad, sino también sus estados de ánimos, y eso nos pone a prueba», reflexiona.

«La COVID-19 tiene el poder de la “sorpresa funesta” (así le llamo yo). Aunque el enfermo evolucione bien, en solo horas pudiera transitar hacia un cuadro clínico complejo que muchos en el mundo no han podido rebasar. Con esa dosis bien cargada de inseguridad hay que lidiar y vencer», dijo este intensivista, jefe del servicio de Urgencias de la institución.

—¿Cómo logran sortear ese peligro?

—Al paciente hay que imprimirle optimismo para vencer cada etapa de la enfermedad. Pero la profesionalidad con la que se actúe, además de respetar los protocolos establecidos para cada momento, es vital para ganar cada batalla.

—¿Qué experiencias de los vividas en esta pandemia lo ha impactado más?

—Todos son únicos, pero trabajar con niños cala bien adentro, en el pecho. No es nada fácil mantener a los pequeños tranquilos en aislamiento, a veces solo un poco cerca de su mamá, si ella está enferma. Con esos pequeños se establece una relación que aún no logro desentrañar o explicarme.

«Atender con extremo cuidado a 12 pacientes al unísono me transformó en un médico más operativo. Aquí todo el equipo de profesionales experimentó un trabajo intenso, no porque estuvieran graves los pacientes, sino por los cuidados que demanda cada uno de los enfermos o sospechosos. Significa mucho la observación clínica de cada uno, y todo eso requiere de mucha ética, consagración y profesionalidad». 

—¿Temores?

—Nadie se desprende totalmente de esos, pero tampoco me quitan el sueño. El contagio es un riesgo objetivo, y aunque la tranquilidad total no llega, queda como recurso para seguir esta batalla el haber cumplido con las normas de bioseguridad, ser disciplinado, y el sentimiento de gratitud que recibimos por ayudar al paciente y ofrecerle estabilidad y seguridad.

—¿A la familia, al pueblo de Cuba, qué mensaje les transmite?

—A mi familia, que soy consecuente con lo que me enseñaron. A mi pueblo, que este virus no tiene rostro, no respeta a nada ni a nadie. Que se cuiden y no se confíen, que mantengan la distancia para evitar el contagio y permanezcan muy al tanto del desarrollo de esta pandemia en Cuba y el mundo para conocer mejor a este enemigo, al cual nos enfrentamos todos, para poderlo vencer.

 

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