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Los renacimientos del Che

La figura del Guerrillero Heroico —un hombre en el que, a decir de Eduardo Galeano, las palabras y los hechos se encontraban— se vuelve más necesaria para la Cuba de estos tiempos

Autor:

Luis Raúl Vázquez Muñoz

¿Puede el Che volver a nacer por estos tiempos en Cuba? Algunos dirán, con razón, que ese Guerrillero legendario no ha muerto y que solo basta mirar su imagen por todas las partes de esta Isla para darse cuenta de que él sigue más vivo que nunca. Pero la pregunta va más allá. La interrogante es terca, porque no desea permanecer solo en la textura del problema. Más bien, con ironía burlona —como lo hacía el Che—, ella parece advertirnos que mostrar imágenes y frases por doquier, en ocasiones, puede ser el primer paso para olvidar, porque nos quedamos solo con la frase y olvidamos las esencias.

II

Eduardo Galeano llamaba al Che el Nacedor. Con ese calificativo tituló uno de los textos más memorables sobre el Comandante Guevara. «¿Por qué será que el Che tiene esta peligrosa costumbre de seguir naciendo?», se preguntaba Galeano. «Cuanto más lo insultan, lo manipulan, lo traicionan, más nace. Él es el más nacedor de todos. ¿No será porque el Che decía lo que pensaba, y hacía lo que decía? ¿No será que por eso sigue siendo tan extraordinario, en un mundo donde las palabras y los hechos muy rara vez se encuentran, y cuando se encuentran no se saludan, porque no se reconocen?».

Además de lo consecuente de su vida, del ejemplo que emana de esta —la de un hombre que actúa como piensa, como se definió para sus hijos en la carta de despedida—, el Che vuelve a nacer por la riqueza de su pensamiento y por la necesidad de volver a él para no confundir los trillos con la vereda.

En la Cuba de hoy, que se debate en la resistencia y la sobrevida, la Cuba que ya estremeció los manuales y las ortodoxias de todos los colores al proponerse que el socialismo no tiene por qué ser el de la pobreza, el Che vuelve a nacer para recordarnos que esa idea siempre fue una de las simientes de la Revolución Cubana; aunque con unos añadidos, quizá pequeños (a lo mejor); pero muy importantes.

«No queremos jóvenes becarios», repitió muchas veces, en varios lugares, para referirse no solo a una juventud, sino también a una ciudadanía acomodaticia, aceptadora de todo, carente de idea propia, que al final, como decía de los manuales soviéticos, tienen el inconveniente de no pensar. O aquella frase, dicha en una entrevista a Galeano, y que resuena como un campanazo en el tiempo: «El socialismo de vitrina no nos interesa».

III

¿A qué se refería el Che con el socialismo de vitrina? ¿Pensaba solo en la distancia que se debería tomar con un sistema social que exhibe sus logros y sepulta sus defectos, aun cuando diga que responde al pueblo? ¿O es que su advertencia iba más allá? ¿Qué quería decir, por cierto, cuando alertaba del peligro de construir el socialismo con las armas melladas del capitalismo? ¿Hablaba, en ese momento, solo de las técnicas de dirección de la economía, de organización del trabajo o se refería a la conciencia de esa categoría tan diminuta, tan sepultada por las ciencias de la muchedumbre, y tan decisiva en la historia, que es la de preocuparse por la persona, así, en singular? ¿A qué se refería el Che realmente? 

IV

Como todo pensador de pueblos, el Che ha sufrido y deberá enfrentar las simplificaciones de su pensamiento. Es el destino de los héroes, porque en esa lucha —entre lo simplificado y lo real— ante sus seguidores aparece la revelación de los matices.

En el acartonamiento que el Che sufrió después de su muerte —y que Fidel tanto denunció—, uno de los facilismos se dirigió a convertirlo en el defensor a ultranza del estímulo moral en detrimento del reconocimiento material; cuando lo que él propugnaba era la práctica de ambos en un equilibrio, donde la balanza, al final, siempre debería inclinarse hacia el premio ético de la virtud.

Otra de las simplificaciones llegó con la tergiversación del concepto de hombre nuevo. Lo pelaron tan bajito, lo pusieron con ropa tan almidonada y a caminar tan parejo y derecho, y con tan poca vida, que de humano y nuevo casi se queda sin el nombre, pues se olvidaron de lo principal: que una revolución no es verdadera si no produce un nuevo sujeto, pero ese individuo nunca será verdadero si no actúa en plenitud, apegado a una ética y despojado de los egoísmos y la doble moral.

V

A Zoila, la profesora de Mecanografía en el primer año de Periodismo, le enseñamos una foto del argentino tomada por el maestro Raúl Corrales. A Zoila sus ojos vivos se le iluminaron aún más. «¡Ay, es tan el Che!», dijo y fue suficiente: sus palabras guardaban la fuerza de una testigo, de alguien que vio la historia tal y como es y no como se la contaron tiempo más tarde.

Para el que no conoció en carne y hueso al Guerrillero Heroico las palabras se convirtieron en una incitación a buscar. En la foto el Che se encuentra sentado y reclinado a una pared de bloques; con la camisa abierta, que deja ver el abdomen y parte del pecho. En la mano hay un jarro metálico y una carcajada en el rostro, y las botas están embarradas de cemento y arena.

¿Por qué, precisamente, esa imagen era tan el Che? El argentino es la única figura, pero en su significado se encuentra implícito el colectivo que lo rodea. La fotografía transpira un ambiente en el que las distancias se han borrado. No hay protocolos, ni maestros de ceremonia. No existe la diferencia de los participantes por un lado y los jefes por el otro. Es el líder sumergido en su pueblo. Uno más; así de sencillo. En sus ropas no aparece una medalla ni un cordón de uniforme de gala. Sus únicas condecoraciones son el sudor, el polvo del trabajo y la alegría.

Pero hay más. La imagen, como decía Galeano, es la prueba (una entre tantas) en la cual las palabras y los hechos se saludan, porque se reconocen en un hombre que es consecuente con lo que dice y piensa.

En la Cuba de hoy el Che renace también en esa condición. En la del jefe que se sumerge con el pueblo y borra todas las distinciones posibles. Que no teme escucharlo y bajar —en todo el sentido del término— hasta la cuadra o comunidad más humilde; y que no siente al hombre y mujer de abajo, a la usanza de ciertos burócratas, como el inoportuno de turno cuando llegan a mostrar una queja o una preocupación. Para el Che de la foto, al igual que el de la vida real, el socialismo, como dice Frei Betto, es la fórmula política para materializar la palabra amor.

VI

Las simplificaciones sirven en toda su medida a los manuales y no por gusto; fonéticamente, manual se asemeja a manipular. Desde la izquierda, una de las simplezas con la figura del Che aparece al convertirlo en un ser hierático, duro, convencido a ultranza de su verdad, siempre con el ceño fruncido y la mirada hosca. Entre esa imagen glacial y el demonio que ha intentado construir el capitalismo no existen muchas diferencias: los dogmatismos y la perfidia siempre terminan ayudándose.

Pero como los peligros del mito de Platón, las imágenes se pueden desvanecer dentro de su propia caverna. Porque, ¿dónde queda, entonces, ese tipo bromista que logró combinar la ironía sudamericana con el criollismo jodedor de los cubanos? ¿En qué lugar se ubica a ese hombre, que hablaba francés, recitaba a César Vallejo, leía a Goethe, a Stendhal, a Goytisolo y en pequeñas notas anotaba para no olvidar el cumpleaños de sus compañeros de trabajo?

El Che resulta también un atentado a los que piensan a los revolucionarios al molde de unos tipos siempre seguros, carentes de dudas y para nada pensativos. Y el Che era un pensador, un hombre que sabía endurecerse sin perder la ternura. Quizá por eso existe un Ernesto Guevara más personal que puede ayudar a entender los constantes renacimientos del Che público. Es el Guevara que, antes de irse de Cuba, graba a su esposa Aleida una lectura de Los Heraldos Negros, de César Vallejo, porque es «lo único íntimamente mío e íntimamente conocido de los dos que puedo dejarte ahora», como se escucha en el documental del realizador argentino Tristán Bauer. O el hombre que en la selva de Bolivia le escribe a su mujer: «Te podría decir que te extraño hasta perder el sueño». No podía ser otro. Porque ese es el Che, que, para suerte de todos nosotros, siempre tendrá que nacer.

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