La Habana vestía una de sus más hermosas tardes de sol. En el Instituto los pasillos estaban colmados de elegantes personas y un murmullo más intenso de lo habitual. Recién había culminado la última sesión de uno de los acostumbrados fórums internacionales de científicos. Reinaldo Cabrera, el reconocido periodista del noticiario estelar, se apresuraba entre la muchedumbre acompañado de un colega foráneo. Finalmente, dio alcance al doctor López Mesa.
López Mesa llevaba una modesta combinación de pantalón y saco oscuro, que cubría con una larga bata blanca. En su mano derecha sostenía un portafolio que lo acompañaba desde hacía algunos años. Casi todos lo saludaban al pasar, y él respondía cordialmente el saludo, ya fuera con una sonrisa o moviendo su mano izquierda. En el bolsillo superior de su bata solo decía Dr. López Mesa. De igual forma en tan breve espacio no cabrían sus varias maestrías, doctorados y las decenas de condecoraciones ganadas a su paso por múltiples especialidades de la Medicina.
¡José Mario! —lo llamó Reinaldo por su nombre de pila—, este amigo es Alberto Páez, el más conocido periodista e investigador que hay en Buenos Aires, trabaja para la revista de mayor impacto en todo el Cono Sur. ¡Se ha quedado muy impresionado contigo!
López Mesa estrechó la mano de Alberto mientras miraba sonriente a Reinaldo: «Supongo que contigo también se haya quedado impresionado. ¿Dónde estabas metido Rei?».
«En mil cosas, José Mario, ya sabes cómo es esto, respondió el amigo, que inmediatamente agregó mirando a su colega sureño: «¡Este señor que usted ve aquí, y yo, estudiamos juntos en el Pre y en la Universidad! Luego se hizo una eminencia».
«Deja la falsa modestia que aquí la eminencia eres tú», respondió jocosamente López Mesa.
Con mucha habilidad Alberto Páez interrumpió el intercambio de elogios y se dirigió al galeno de bata blanca.
«Ha sido un placer conocerlo, doctor, realmente me parecieron excelentes sus conferencias y sobre todo la segunda, fue sin dudas una clase magistral. ¿Sabe que, sobre ese tema, usted es el único en el mundo que ha logrado resultados satisfactorios?», comentó.
«Eso dicen», respondió López Mesa encogiendo sus hombros, con la mayor humildad del universo.
«¡Me encantaría entrevistarlo! —le pidió Alberto. ¿Cuándo estaría usted disponible? Aquí tiene mi tarjeta personal», y le extendió una pequeña pero llamativa cartulina.
«Yo no tengo tarjeta, pero puedo anotarle mis coordenadas y después nos pondríamos de acuerdo», sugirió amablemente el doctor.
Los tres hombres se acercaron a un mueble. López Mesa acomodó su portafolio y lo abrió. Inesperadamente, entre papeles, files, una agenda y varios bolígrafos aparecieron dos paquetes de embutidos prensados al estilo hot dog, de esos que llaman perritos… Un poco apenado el galeno comentó:
«Son para mi nieto, le encantan. Esta mañana pasé por el mercado y no había cola. Los compré, aunque no tenían jabita, porque luego se pierden…».
A modo de solidaridad, y porque realmente lo había recordado, su amigo, el periodista Reinaldo, comentó:
«¡Ahora que dices eso, recuerdo que mi mujer me pidió que pasara por la carnicería y sacara los huevos, que hoy es el último día, ¡mañana se pierden!».