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Voz de un hombre bueno

En la tierra africana de Sierra Leona, ningún médico cubano perdió su serenidad ante la epidemia de Ébola. Juventud Rebelde conversa con el doctor Rotceh Ríos Molina, que combatió alli la temible enfermedad, y ahora participa en el X Congreso de la UJC

Autor:

Juventud Rebelde

Ya me infecté…», pensó súbitamente el doctor Rotceh Ríos Molina, especialista en Medicina Interna, mientras sentía la mano del niño enfermo tocar su espalda justo en el momento de desvestirse en el centro donde luchaban contra el ébola.

Incluso en ese instante terrible, allí en la tierra africana de Sierra Leona, el médico cubano de 30 años no perdió su serenidad: asumió los siguientes 21 días de su existencia con una autovigilancia tras la cual, por fortuna, alcanzó la certeza de no estar enfermo.

«Soy de San Antonio de Río Blanco, municipio de Jaruco, provincia de Mayabeque», me había comentado Rotceh con sencillez, y con esa ecuanimidad que a todas luces mantuvo durante sus seis meses de misión médica, temporada de enfrentamiento a un enemigo invisible y casi infalible.

«¿Te consideras un sobreviviente?», pregunté al doctor en un receso que tuvo como delegado al X Congreso de la Unión de Jóvenes Comunistas (UJC). Y en eso estuvo de acuerdo conmigo, mas no tanto en la idea de que el virus es «casi infalible»: «los cubanos demostramos que se podía vencer con medidas generales y con tratamientos específicos».

Del continente madre Rotceh se lleva como lección más profunda haber vivido en las entrañas de un capitalismo sin piedad, ese cuya fiereza tal vez no se entienda en las televisoras o a través de testimonios del pasado, pero que cala hondo cuando se mira con ojos propios «la pobreza extrema, el desamparo total».

«Vi niños morir por neumonía, por catarro común, por parasitismo intestinal, porque muchas veces los padres no los habían llevado temprano al médico», evocó el joven, quien recordará siempre cómo en un inicio no podían atender a esas personas en el centro de tratamiento de ébola, «hasta que pusimos en marcha un plan para al menos darles los medicamentos y que se los llevaran para sus hogares».

En Cuba él dejó a su «familia completa», a sus dos hijos (el más pequeño con solo seis meses en el momento de la partida), a su esposa, a su madre, a su hermana, a su abuelo. Pensaba mucho en ellos, «sobre todo en los momentos más difíciles». No podrá olvidar la primera vez que entró en una sala, allí donde tuvo la responsabilidad de ser coordinador de grupo y como tal asistir al centro de tratamiento de ébola para calcular los riesgos y garantizar las condiciones mínimas indispensables.

«Me tocó entrar en los dos únicos centros que había en el país, los cuales eran manejados por el Ministerio de Salud Pública de Sierra Leona. Prácticamente no había personal sanitario ni medicamentos. En el momento de nuestra llegada la enfermedad estaba jugando, como yo le digo, el juego de la selección natural: estaban enfermos los más deteriorados, los malnutridos, los que tenían una enfermedad concomitante, los más pobres».

Ya Rotceh no podrá olvidar la incomodidad de usar los trajes que le salvaron la vida, a los cuales se acostumbró con el curso del tiempo, ni la tremenda intolerancia que hizo a un producto con cloro, ni las veces que explicó a personas de otros lugares de este mundo difícil sobre los móviles de solidaridad y altruismo por los cuales él y sus compañeros estaban en África.

—Salvando vidas…

—Fueron 86 vidas salvadas en un pequeño centro de 60 camas.

—¿Cómo te sientes?: ¿como un mortal común, como un emparentado con Dios, como un hombre bueno?

—Sencillamente como un hombre bueno, formado por las doctrinas y raíces de Martí, de Fidel, de Raúl. Y no solo yo, sino también todos mis compañeros.

—¿Con qué propósito has venido a este X Congreso?

—Estoy aquí para reflexionar sobre todo qué tenemos, y que los jóvenes estamos en el deber de cuidar para que no se pierda, para seguirlo mejorando.

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