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El último combate del General

Se acaban de cumplir 114 años de la muerte de Calixto Garcí­a, el general de la estrella en la frente, como lo describiera José Martí­

Autor:

Héctor Carballo Hechavarría

La muerte, el verdadero último combate en la vida de los guerreros, sorprendió en tierra extranjera a Calixto García, general de las tres guerras por la independencia cubana.

Designado por la Asamblea de Representantes de la Revolución, en Santa Cruz del Sur, habí­a partido desde el puerto de La Habana rumbo a Washington, al frente de una comisión cuyo principal cometido era obtener, además del reconocimiento de ese mismo órgano, los recursos financieros necesarios para el licenciamiento de los miembros del Ejército Libertador.

«Mil veces me ha pesado encargarme de esta misión, que dará muy pocos frutos a la patria», escribió el formidable estratega a uno de sus subordinados más cercanos, el general de brigada Tomás Collazo.

En la ciudad de Nueva York, Calixto se hospeda en el hotel Quinta Avenida. Allá­ fueron a saludarle el general norteamericano Shafter, junto a cuyas tropas habí­a combatido a las últimas huestes españolas, en la batalla por la toma de Santiago de Cuba, las mismas que no le permitieron la entrada a esa ciudad.

Sin embargo, es poco conocido que en medio de las tensiones de aquellos dí­as, el jefe mambí­ llevaba en su mente, también, la tristeza por la enfermedad de su pequeña hija, Mercedes de la Caridad, quien se encontraba herida por la tuberculosis en esa misma urbe.

Enferma como estaba «a ver si se le prolonga su vida», gestiona su traslado desde Nueva York hasta Tomasville, en Georgia, donde posteriormente fallece. En este episodio dramático la peor parte la llevaba sobre sus hombros su esposa Isabel V. Cabrera, quien permaneció varios años de su vida en el exilio.

Calixto viaja a Washington, y allá­ se hospeda en el hotel Raleigh. Entre las personas que recibe, está el senador John Tyler Morgan, con quien no pudo encontrar acuerdo. Morgan habí­a sido explícito al comentarle que «los revolucionarios cubanos quedan reducidos a la condición de insurrectos contra el poder de la Corona» y la soberaní­a será otorgada a Cuba cuando contase con un gobierno civil permanente.

Acatarrado como ya estaba, el intenso invierno comenzó a hacer mella en la salud de Calixto. Una obligada consulta médica le recomendó «recogerse» en su habitación. Pero, pasan los dí­as, sin que la comisión pueda reunirse. Desespera. Entra y sale del hotel en son de nuevas gestiones.

Una neumoní­a galopante se asienta sobre sus ya debilitados pulmones, acentuada, mucho más, por el brusco cambio de clima y las bajas temperaturas del invierno norteño.

La  madrugada del 11 de diciembre de 1898 fue de mucha agoní­a. Entre las nueve y las diez de la mañana el cuerpo de gigante se irguió en el lecho, en un último gesto de combate, hasta quedar completamente inmóvil entre las sábanas.

No estuvo solo. Le rodeaban, además de los galenos, sus compañeros de misión, su ordenanza Carlos Betancourt y su hijo Justo Vélez Garcí­a.

Apenas tení­a el prócer 59 años de edad, cuatro meses y siete dí­as de una vida sin descanso en la batalla por la libertad de su patria del yugo colonial español.

Su cuerpo fue velado en la catedral de Saint Patrick, adonde acudieron notables figuras de la vida polí­tica y militar de la Unión.

El general Miles, jefe del ejército norteamericano; Hay, secretario de Estado; el senador Proctor y los generales Shafter y Lawton cargaron en hombros el féretro.

En lo que serí­a un entierro provisional, hasta poder devolverlos a Cuba, bajo una fuerte nevada, sus restos mortales fueron depositados en el cementerio Arlington.

El entonces presidente Mackinley envió por escrito su pésame a su hijo Justo, el único de los familiares de Calixto que pudo estar presente.

Del insigne patriota, el General de Ejército y actual Presidente cubano Raúl Castro, expresó: «Calixto Garcí­a fue un ferviente convencido del valor y la trascendencia del ideal que defendí­a y de dos de sus más valiosas cualidades: el patriotismo inclaudicable y la voluntad a toda prueba».

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