Aloyma y Carlos Alexis no pueden vivir sin su hija. Ella lo sabe. Autor: Mayra García Cardentey Publicado: 21/09/2017 | 05:20 pm
Carlos Alexis y Aloyma nunca han visto a su hija. Alodia es para ellos un enigma que se descifra día a día con el encanto sonoro, las palabras, las risas, hasta los mismos silencios.
Ellos no tienen una imagen visual de su rostro, su cuerpo, su expresión juguetona cuando les dice en un susurro ingenuo al salir del círculo infantil: «¿Qué me trajiste, papá?».
No saben cómo son sus rizos azabaches, sus ojos café; mas la conocen como a nadie, le saben la fisonomía y el espíritu palmo a palmo. Sus quebrantos, sus alegrías, los descifran más allá de los colores. Su voz es la principal descripción, el mejor de los paisajes, el rostro más querido.
Le seguí los pasos toda la vida
Aquello fue amor a «primer oído». Fue el viernes 3 de septiembre de 1993; Aloyma cantaba El pajarillo en un acto político en la escuela para ciegos y débiles visuales José Martí, enclavada en la Carretera Central hacia Pinar del Río.
«Cuando oí su voz pregunté quién era; me pareció tan sonoro su nombre… Al conocerla y ver su rebeldía, me dije “A esta fiera hay que domarla; será mi novia”», cuenta Carlos Alexis González Almora. Tenían los dos nueve años.
Ambos arrastraban, y lo harían por buen tiempo, historias de vida azarosas. De haber nacido en marzo de 1984, Carlos Alexis podría disfrutar hoy de su vista; fue seismesino, y 93 días en incubadora sin cubrir sus ojos, lo dejaron ciego para toda la vida: retinopatía prematura nombraría a la negligencia. A los siete años perdió a su madre, y su padre alcohólico no le dio la familia anhelada.
Aloyma Rodríguez Rossette no tuvo la más mínima posibilidad: una degeneración tapetorretiniana fue su marca de nacimiento. Tampoco tuvo suerte en familias funcionales: su madre le daría todo su apoyo, mas la parte masculina, incluida padre y padrastro, dejarían mucho que desear.
Pero desde aquel septiembre del 93, Carlos Alexis le sigue los pasos a Aloyma. Estudiaron juntos en la Primaria, y la Secundaria la pasaron en Ciudad Libertad, en la capital cubana. Ella cursaría el instituto preuniversitario en el campo (IPUEC) Luis Bocourt, de Consolación del Sur; él regresó a Pinar por ella, pasó el bachillerato en el de Ciencias Exactas Federico Engels. Ella sería abogada; él periodista.
«Al principio no le hacía caso —dice Aloyma—. Éramos buenos amigos».
«Ella era mi amiga, y yo quería ser su novio», riposta ágil Carlos Alexis. «Tuve el privilegio de estar en momentos buenos y malos: me vanagloriaba de eso. Si Aloyma se dio un golpe, yo estuve ahí primero. Con esas pequeñas cosas era feliz».
No fue hasta siete años después de conocerse que Aloyma cedió en una reunión de la FEEM en el IPVCE Federico Engels; hacía un año que no se encontraban. Conversar hasta las 12 de la noche y culminar la cita bajo las notas de Cuándo, de Ricardo Arjona, sazonó el inicio del noviazgo.
Estar lejos de casa, becados durante la mayor parte de sus vidas, y mantener una relación por cartas y con encuentros de una vez al mes, no fueron siquiera los mayores de sus retos.
Y se hizo la luz
Para diciembre de 2007 pensaban casarse, pero la sorpresa de fin de año sería impensable. Por un descuido, Aloyma quedó embarazada. Ella recién comenzaba a trabajar; Carlos Alexis estaba en su último año con las locuras de una tesis de diploma. No tenían dónde vivir.
«Cuando me dijeron: “Felicidades, mamá, tienes de seis a siete semanas”, me alegré; siempre temí no poder tener hijos”», recuerda Aloyma.
Para Carlos Alexis fue diferente. «Pensé que era lo peor que me podía pasar. No teníamos cómo mantenernos, y menos a un niño. No cabíamos en ningún lugar. Yo en medio de una tesis, no podía disfrutar el embarazo. Le dije que se lo tenía que sacar, y ella se negó. Fue un desastre de dos horas. No era que no quería tener una familia, pero no estaban las condiciones. Al final, decidí seguir siguiéndola a ella y me dije ¿por qué no?».
Muchos, incluso la familia de crianza de Carlos Alexis, la madre de Aloyma, y hasta los amigos, estuvieron en contra de aquella «locura». De «egoístas» los tildaron también.
«Mi principal miedo era que la criatura fuera invidente de nacimiento igual que yo», explica Aloyma. «Teníamos un 50 por ciento de ganar y de perder. La ceguera no se detecta en ultrasonido; fue un riesgo que decidimos correr».
El 29 de abril de 2008 nació Alodia, y se hizo la luz. Era una niña bellísima, con unos ojos color café, grandes y hermosos… y veía.
Sube y baja, papá
Carlos Alexis y Aloyma repiten la rutina día por día. Se levantan, asean a la niña, le dan el desayuno y ayudados por Alicia Rossette Calero, abuela materna, se trasladan al círculo de la menor y a sus respectivos trabajos.
La gente los ve y se preguntan cómo hacen. Al principio, la joven madre no sabía ni cocinar. «Conozco dos Aloyma: una antes del nacimiento de Alodia, y otra después de estos casi cuatro años. Ahora es más independiente, madura, no le teme a nada. Si se tituló de Derecho, tener a nuestra hija fue su graduación de vida».
«He aprendido cortándome, quemándome, pinchándome al principio cuando le ponía los culeros; siempre intentamos hacerle las cosas, que sienta que somos sus padres, que no dependemos de nadie».
«Las personas piensan que a la niña la atiende mi suegra, y no es verdad. Ella es un problema de nosotros», aclara Carlos.
Para esta madre, la esencia está en tener todo organizado y ser el doble de cuidadosa. «No solo para mí, sino para ella también».
Alodia ya cumple cuatro años en abril, y aunque no tiene la dimensión de qué significa no ver, les indica cuándo brincar, qué tocar… Les describe las cosas y les identifica los colores.
«Hace poco le dije que yo era ciega. Ella me llevó a una parte del patio que no acostumbro a ir, llena de matas y elevaciones. Cuando nos vamos, le digo: “Bebi, dame la mano que si no me llevas, me puedo caer”. “Mira para abajo entonces, mamá”, me dice. “Mamá no puede ver”. Se demora un rato. “Bueno, entonces, brinca esa rama para que no te caigas”.
«Poco a poco se dará cuenta de las cosas», considera Carlos Alexis. Y es que en su ingenua e infantil manera, lo sabe. “Mimi, tengo que saber caminar sola, andar en las escaleras”, le inquiere a la abuela, y luego añade: “Cuando sea grande seré yo quien le diga a papi: Sube y baja”.
«Lo más difícil será la entrada a la escuela. Ya en el círculo le piden que dibuje un sol, un cielo, y no podemos ayudarla. Cuando empiece a escribir, ¿cómo sabremos si escribe bien su caligrafía, la matemática…?», se preocupa Aloyma. Para Carlos Alexis, la respuesta está en la informática, en el programa Jaws, que lee todas las operaciones realizadas en la computadora.
Todavía falta para eso; poco a poco asumirán el nuevo reto, como si la vida no les hubiera puesto ya los suficientes. Alodia es su tesoro, la mejor de las decisiones, el amor de sus vidas.
No la pueden ver, pero la tocan, la aprietan, la abrazan, la complacen y hasta la malcrían. «Bebi, sabes lo importante que eres para nosotros», no pasa un día sin decírselo.
Hasta pueden sentir cuando les mira incisiva cuando no traen «algo» al llegar a casa, o cuando no le compran la cremita del timbiriche de la esquina, o no le regalan un merengue del señor que pasa vociferando.
Carlos Alexis y Aloyma nunca han visto a su hija… no les hace falta.