La pobre vida campesina tuvo a partir de entonces algo más que soñar. Autor: Foto enviada por Gladys Pérez Rodríguez Publicado: 21/09/2017 | 05:16 pm
Se acabaron las películas mexicanas
—Mire, maestro —Polo recostó el espaldar del taburete contra el horcón y chupó fuerte su tabaco—, yo sé que a usted no le conviene venir de noche, es verdad que hay casi media legua de lo de Pepe hasta aquí, pero de día estoy trabajando. Así que a usted no le queda más remedio que venir por la noche y darnos las clases a toda la familia.
El brigadista intentó protestar ante la horrenda perspectiva de desandar solo y a oscuras el camino de ida y vuelta por el que había llegado unos minutos atrás, acompañado de Pepe, obrero agrícola que lo había acogido en su casa, a pesar de que él y su esposa no eran analfabetos.
—Pero, usted debe entender que por el día tengo que ir a otras tres casas a enseñar…
—Oiga —lo cortó—, no hay más que hablar; yo tengo una mujer joven y una hija señorita, y cuando yo no estoy, aquí no puede venir otro gallo… o gallito. A las ocho «encomencipiamos» con la escuelita… y cuando yo esté moviendo reses fuera, pues todos cogemos vacaciones.
Por suerte, las dos primeras noches Pepe lo acompañó… En aquellas dos oportunidades el joven no pudo siquiera comenzar sus clases, ya que Polo se las ingeniaba… para contar las películas de charros mexicanos que había visto en los cines de los pueblos por donde había pasado arreando manadas de ganado.
Pero a la tercera noche Pepe dijo estar muy cansado y tener que levantarse temprano, así que no podría acompañarlo. Para colmo, aquella tarde Pipo, el cuñado de Pepe, que por vivir algo distante, pocas veces visitaba a su hermana, se la pasó fanfarroneando, primero sobre las apuestas que había ganado en competencias de glotones y luego, sobre sus encuentros nocturnos con ahorcados, chichiricúes, aparecidos y fantasmas que, por algún designio diabólico, siempre lo perseguían cada vez que andaba de noche por el descampado.
La luna había menguado hasta volverse un hilito iluminado al costado del círculo en penumbras. Mientras que al voltearse podía ver en la puerta del bohío la silueta de Pepe iluminada desde la espalda por la chismosa, se iba infundiendo valor y sus piernas lo llevaban por el trillo con cierto aire de seguridad, que tanto él como el campesino sabían que era pura simulación. Pero cuando el trillo torció a la izquierda y el vínculo visual con Pepe quedó cortado por una ondulación del terreno, el brigadista sintió flaquear sus rodillas.
El farol solo le servía para no caer en un hueco o tropezar con una piedra, pues su luz llegaba solo a unos cinco metros a la redonda; el resto del mundo, material o inmaterial, estaba envuelto en una densa penumbra que deformaba los contornos de todo. Deseó que el ligero zumbido del queroseno al quemarse en la camiseta del farol fuese más grave e intenso para así acallar los ruidos espeluznantes que iba encontrando...
Apenas había logrado acostumbrarse al siniestro silbido de miles de grillos y chicharras que lo llamaban desde el Más Allá, cuando, al bajar al arroyo, lo detuvo un bocinazo de tono muy grave, cual si proviniera del fondo de una cueva. «Es el Diablo que me atrae a sus mazmorras», se aterró el joven, pero un instante después sus músculos se soltaron de nuevo, al descubrir la fuente del pavoroso bramido en una rana toro que, encandilada por la luz, estaba paralizada junto a la corriente.
Perdió el equilibrio y su bota izquierda dio a parar al lecho del arroyo cuando le pareció ver agachado a un minúsculo negrito; la bota derecha también se mojó al intentar saltar a la siguiente roca y alcanzar la orilla salvadora. Al pasar por la guásima donde se había colgado aquel desdichado campesino, no tuvo valor para girar el cuello, solo pudo impedir que una fuerza desconocida lo sacara del camino.
Para colmo, cuando ya divisaba la luz mortecina en el bohío de Polo, un graznido escalofriante lo paró en seco; el ánimo apenas le alcanzó para mirar al cielo y ver una lechuza alejándose mientras repetía su canto, vaticinador de la muerte. «Solavaya», pronunció con un hilo de voz temblorosa y chirriante que lo asustó más aún.
Al entrar al bohío, sin mediar ni las buenas noches, el brigadista fue recibido con la sonrisa socarrona de Polo: «¿Se siente mal, maestro? No, porque lo veo un poco azorado»…
Esta vez sí impartió la primera clase. No le valió al astuto guajiro la táctica de los filmes.
—¿Sabe, Polo, por qué a usted no le gustan las películas yanquis de cowboys?... Porque no las entiende; no puede leer los letreritos. Así que déjese ya de bobadas y arrímese que voy a empezar. (Amancio Álvarez Rodríguez, 10 de Octubre, La Habana)
Cantando el Himno
En octubre de 1961, en el central Perú, ubicado en la zona de Jobabo, actual provincia de Las Tunas, el joven Manuel Enrique Peraza Jiménez, de 16 años de edad, protagonizó un suceso digno del histórico momento que se estaba viviendo en todo el territorio nacional.
Había sido asignado al campamento Enrique Casals, de las Milicias Nacionales Revolucionarias, donde alternaba sus responsabilidades de alfabetizador con algunas tareas de apoyo a los milicianos. El 5 de octubre este joven se encontraba levantando el acta declaratoria a un elemento contrarrevolucionario detenido. De repente, al miliciano que lo conducía se le escapó accidentalmente un disparo que hirió de suma gravedad al alfabetizador.
Inmediatamente fue trasladado al hospital de Las Tunas. Sin embargo, a pesar del tenaz esfuerzo realizado por los médicos y las enfermeras, debido a las múltiples perforaciones intestinales que había sufrido contrajo una infección generalizada. Ante aquella difícil situación su hermano menor, Ricardo Manuel, de solo 11 años de edad, le prometió que si no podía seguir cumpliendo sus deberes como alfabetizador, él estaba dispuesto a ocupar su lugar hasta concluir la Campaña de Alfabetización.
La madre, Dulce Olvido Jiménez Carús, supo erguirse por encima del inmenso dolor que la afectaba y apoyó la decisión de su hijo.
El día 11, cuando el joven ya estaba muy débil, la muerte se impuso sobre su valiosa existencia. Sin embargo, Manuel Enrique se despidió de este mundo dejando un recuerdo imposible de olvidar: unos minutos antes de expirar sus familiares escucharon que utilizaba sus últimas fuerzas para cantar emocionado el Himno de la Alfabetización. Ricardo Manuel asumió la enseñanza del grupo de alumnos que atendía su hermano hasta concluir el programa de estudios. (Pedro Etcheverry Vázquez, La Habana)
Amada
El pan, la luz, la vida, esos fueron los tres tesoros que distribuimos aquellos que nos sumamos a la bella tarea de repartir enseñanza que nos asignó la Revolución triunfante. Mi nombre es Lidia y en ese momento solo contaba con diez años, pero mi espíritu revolucionario me impedía quedar rezagada en algo que me haría más madura e importante, mucho más cuando mi hermana María Isel, que solo me llevaba tres años, partía para Guayos, en Sancti Spíritus, a alfabetizar. Las dos nos habíamos presentado, pero a mí me viraron para atrás desde allá, porque era muy pequeña.
Yo vivía en Placetas, un municipio de la antigua provincia de Las Villas, específicamente en Cumbre, a dos kilómetros y medio del pueblo. Pedí que me asignaran un alumno y me armé del lápiz, la cartilla y el manual. Me tocó alfabetizar a una señora mayor, negra y que vivía en muy malas condiciones, a medio kilómetro de mi casa. O sea, yo tenía que caminar esa distancia para llegar hasta allí diariamente, ida y regreso. Su esposo no me aceptó de ninguna manera y se alejaba de la casa nada más verme. Se llamaba Amada.
Todos me decían que yo estaba loca, que no podría soportar estar en ese lugar ni cinco minutos. Mi familia y yo vivíamos de manera muy humilde, pero lo que me tocó vivir allí fue deplorable. La señora y las más elementales reglas de la higiene no se conocían de ningún lugar. No tenía hijos, pero sobraban en su morada perros.
El solo hecho de acercarme a ella me provocaba náuseas, mucho más cuando siempre me he caracterizado por ser muy escrupulosa, además, apenas le prestaba atención a lo que yo le enseñaba, pero mi compromiso con la Revolución me decía que yo no podía «rajarme».
Recuerdo que un día me preguntó por qué me alejaba de ella cuando me hablaba y con mucho tacto y dulzura le expliqué lo alejada que vivía de la higiene, comenzando por su aliento. Ella solo bajó su cabeza y me dijo que no tenía a nadie y que nada le importaba. Le pregunté si yo no significaba nada para ella y una luz de alegría apareció en sus ojos.
Desde ese día hicimos un pacto: yo la ayudaría con la higiene de ella y de su casa y ella prestaría más atención a lo que yo le enseñaba. Amada me amó desde ese día con letras mayúsculas, como las letras que intentaba poner en su cabeza, al igual que yo a ella. Aprendió con lentitud, pero logramos juntas el objetivo de mi estancia a su lado.
Nunca olvidaré lo limpia que se veía el último día de clases y la manera como lloramos abrazadas. En ese momento me di cuenta de la intensidad de lo que nos había unido: el deber, la enseñanza y el amor al ser humano. Amada siempre será por mi, amada. (Lidia Frías Iglesias, Placetas, Villa Clara)
La brigadista
Desafiando esos impresionantes recuerdos que a fuerza de tanto repetirse me acompañan de una época a otra, en el vetusto Arroyo Negro, localidad del Tercer Frente Oriental, encuentra mi memoria el nombre de la que fuera brigadista Conrado Benítez, cuyas historias, aderezadas con cierta gracia juvenil, matizan la real estancia de esta muchacha en la casa del guajiro Francisco Arbola.
Hacia principios del año 1961 vino a vivir por un tiempo una agraciada joven maestra que por su buen trato, cortesía y detallada elocuencia al compartir con los montunos, se ganó tempranamente el amor de todos.
Recuerdo claramente cómo llegó: venía con una maleta de madera en una mano y en la otra un farol.
La primera noche de clase fue grandiosa, el batey se iluminó con luz blanca, trayendo consigo a centenares de insectos, hasta llenar la casa. El comedor desbordaba de hombres y mujeres, curiosos unos y otros con deseos de aprender.
Su nombre es lo que ha hecho que no la olvide y siga recordándola en su eterna juventud, con aquellas manos ingenuas aún, llenas de luz y esperanzas para iluminar tan grande oscuridad.
Un día la brigadista se fue de la casa de la misma manera en que vino. Nunca más he sabido de ella.
Hoy sigo recordando su lindo nombre, porque guardo una muñeca que se llama Neusi Edel Díaz Varela, como la alfabetizadora. (Benilde Omega Guibert Agramonte, Playa, La Habana).
Toño y Yeña
Los conocí al comenzar la Campaña de Alfabetización en los Coquitos de Guabasiabo, en Holguín. Eran un matrimonio y los dos analfabetos. El bohío en el que vivían era de tablas de palma, yaguas, techo de guano; además contaba con una sola habitación. En ella había una mesa y dos taburetes, donde recibían las clases.
Cerca de la mesa estaba el fogón de leña, un poco más al fondo, la cama donde dormían. Auque han transcurrido 50 años no he olvidado sus rostros: tenían una edad indeterminada, delgados, enjutos, desgastados por las propias condiciones precarias de vida. Sus bocas se veían desdentadas y sus ojos reflejaban una enorme sinceridad y un gran deseo de que estuviéramos bien allí.
No sé si se consideraban blancos o negros, pues tenían una tonalidad indefinida en la piel, de pelo negro —los dos— pero con canas muy amarillentas. En esa coloración influían los efectos del humo de la leña con que cocinaban y hacían todo en la casa.
Al terminar las clases de la mañana, Yeña preparaba un sencillo almuerzo que generalmente consistía en plátanos verdes con manteca o leche, el cual nos gustaba mucho. A pesar de ser frugal engordábamos bárbaramente. Con la cuota de comida dada a los alfabetizadores el menú variaba.
Eran voluntariosos y agradecían nuestra presencia en la zona. Un día Luis García, el maestro que nos dirigía, habló con ellos, pues tenía necesidad de que los alfabetizadores viviéramos allí con ellos; dijeron que sí y sin dudar nos aceptaron. Con la ayuda de todos se construyó un cuarto, con una ventanita, una puerta y techo de guano, además se instaló una letrina ya que el bohío carecía de ella.
Nos enseñaron muchas cosas de la vida en el campo y nos dieron mucho cariño. En los inicios de noviembre la zona se declaró territorio libre de analfabetismo. Con este evento, también llegó la despedida. Al irme les dejé la almohada, el farol y la frazada, las cosas de mayor valor en mi posesión.
Alfabetizamos por toda la ciudad de Holguín, dándole culminación a aquella labor encomendada por la Revolución. Después supe con tristeza que el ciclón Flora, en su arrasador paso por el territorio nacional, les arrebató la vida a mis dos viejos: Toño y Yeña.
Por eso esta historia se aparece en mi mente con una mezcla de alegría y tristeza, pero con una necesidad urgente de compartirla, para que la memoria de mis dos viejos nunca se pierda; porque a pesar de que éramos nosotros los alfabetizadores, fuimos, asimismo, los que más aprendimos… (Ana Aleida Casariego Recio, Florida, Camagüey)
Un misterio sin misterio
Hacía solo unos días que comenzaba mi vida de brigadista junto a aquellos campesinos negros que me acogieron en su humilde bohío de techo de guano, paredes de cartón, piso de tierra y una sola puerta confeccionada con un viejo latón de manteca. Tampoco disponía de agua potable, ni de letrina sanitaria.
Una tarde, cuando degustábamos la última sambumbia del día sentados en viejos taburetes que se recostaban a los horcones sin paredes que también formaban parte de la casa, vi entre las malezas del entorno la vivienda de la comadre Micaela, que lentamente se iba alejando.
Pensé que era un efecto óptico, para alejar de mí los cuentos de güijes y fantasmas que tanto referían los campesinos y que habitaban en mi mente. De repente salté en mi asiento y dije con asombro.
—¡Cacha, Cacha, se está moviendo la casa de Micaela!
Todos me miraron con asombro, y empezaron a reírse. Después me acompañaron al camino real por donde transitaba dicha casa montada en una parihuela que tiraban dos yuntas de bueyes.
Entonces supe que mis fantasmas habían comenzado a tener nombres… (Juana Teresa Moya Peña, Ciego de Ávila)
Eso no se toca
Debido a mi edad no participé en la Campaña pero quiero con la anécdota que voy a relatar hacer un pequeño homenaje a una de mis compañeras de aula en el Instituto Superior Politécnico José Antonio Echeverría, su nombre es María Victoria Candorcia García, y es aún trabajadora del Acueducto de Matanzas. Cariñosamente siempre le llamamos Vicky.
Vicky era una joven de apenas 16 o 17 años y le correspondió como miembro de las Brigadas Conrado Benítez incorporarse a las montañas orientales. Fue ubicada en una pequeña casa con pésimas condiciones materiales, piso de tierra, paredes de tabla de palma con más hendijas que tablas, techo de guano criollo bajo el cual se podían contar las estrellas o disfrutar de una noche de luna llena sin perder detalle…
Si bien la parte material era desastrosa, la parte humana era envidiable: los dueños de aquel bohío eran unos viejecitos amorosos y trataron dentro de aquella precariedad de ofrecerle las mejores condiciones. La camita destinada a ella era la mejor de la casa y trataban de contentarla en todo a pesar de que Vicky nunca exigió ni pidió nada, al contrario, siempre estaba lista para ayudar en las tareas de aquel humilde bohío, que simplemente era un reflejo de años de explotación colonial y neocolonial.
Vicky se dedicó por entero a la enseñanza de aquel matrimonio más dos o tres vecinos más que vivían en áreas aledañas, y logró su propósito a pesar de que Mayito, uno de los jóvenes implicados como alumno, le costó un trabajo enorme. El muchacho tenía memoria fotográfica y en lugar de aprender a leer, se aprendía de memoria todas las páginas de las cuartillas y las recitaba como si fuese un poema. No obstante, la tozudez de Vicky alcanzó también el objetivo: Mayito aprendió a leer y a escribir.
Los padres de Vicky también tenían una avanzada edad y vivían en Matanzas y resultó que un día decidieron visitar las montañas orientales para ver a la niña matancera. Vicky anunció la visita y los viejecitos se pusieron contentos a la vez que decidieron sacrificar la única lechoncita que estaban criando, animalito de apenas 40 o 50 libras.
Después de un largo viaje llegaron los padres y traían en una cajita un precioso cake adornado con diferentes colores y formas caprichosas del merengue. Después de los saludos de rigor, recuerda Vicky, pusieron el regalito sobre una vieja máquina de coser marca Singer y siguieron las charlas hasta que llegó la hora de la comida. Se dispusieron en la mesa y disfrutaron de una buena lechoncita asada con yuca y arroz congrí. Según me contó Vicky, la pasaron de forma excelente como una gran familia.
Cuando terminó la comida, la joven brigadista estaba loca por disfrutar de aquella panetela cubierta de merengue, pues hacía meses que no comía un dulce. Ahí fue donde se armó el lío, pues cuando les pidió a los dueños de la casa que trajeran el cake para picarlo la viejecita dijo que eso no se podía tocar por nada del mundo, pues ese tipo de adorno ella nunca lo había visto… (Jesús Servando Echevarría Rodríguez, Santa Clara, Villa Clara)