La tecla del duende
El profesor Luis Sexto, que no se cansa de machacar sobre el yunque de las palabras, dándonos la más genuina lección de estilo, acaba de alumbrar un nuevo libro. Anécdotas, de eso se trata. Sabrosas anécdotas que nos cuentan como somos, de la carcajada al llanto. Porque el periodista vive y hace vivir. Aquí les va, en primicia, uno de los textos de El primer viaje del Diablo y otras historias cubanas de bolsillo.
Una noche, Mambí no avanzó más. El doctor Waldo Medina regresaba de visitar a sus padres, residentes en Cidra, poblado al que el poeta Rafael Enrique Marrero, su amigo, definió como un pueblo que «topográficamente» era «un monstruo sesteando». Iba hacia Alacranes, donde regenteaba el juzgado, y al entrar en un puente, el caballo se paró. La rigidez lo transformó como en una bestia de mármol.
El joven doctor Medina empleó todo el muestrario de zalamerías con el que, al paso del tiempo, había alfabetizado a su potro. Le habló en un susurro al oído, le pasó la mano melosamente por la crin, le prometió una pradera infinita de pastos acaramelados.
Pero Mambí, su caballito Mambí, como decía, no se movió. En torno, la oscuridad apenas concedía visión para columbrar las pasarelas del puente. Y los oídos solo distinguían las llamadas intermitentes de los grillos y las arañas. Mambí anduvo cuando el jinete, desconcertado, y hasta cierto punto decepcionado, haló las riendas hacia la derecha para volver a la casa paterna. El juez ya había ganado parte de su prestigio de justo y valiente al fallar regularmente a favor de los pobres. Ni casatenientes, ni latifundistas, ni prestamistas, ni caciques políticos de fusta y fraude lo pudieron manipular como aliado. A inicios de su ejecutoria, en Corralillo, varios disparos le agujerearon el pecho como una red de pescar. Pero el plomo esquivó el corazón del doctorcito.
Esa noche, la terquedad de mulo del caballo le había salvado la vida. Al otro lado del puente, cuchillo en mano, un hombre se agazapaba para cobrar un salario por la muerte del juez.
Dijo el fulano presuntuoso/ hoy en el consulado/ obtuve el habitual/ certificado de existencia// consta aquí que estoy vivo/ de manera que basta de calumnias/ este papel soberbio/ irrefutable/ atestigua que existo// si me enfrento al espejo/ y mi rostro no está/ aguantaré sereno/ despejado// ¿no llevo acaso en la cartera/mi recién adquirido/ mi flamante/ certificado de existencia?// vivir/ después de todo/ no es tan fundamental/ lo importante es que alguien/ debidamente autorizado/ certifique que uno/ probadamente existe/ cuando abro el diario y leo/ mi propia necrológica/ me apena que no sepan/ que estoy en condiciones/ de mostrar dondequiera/ y a quien sea/ un vigente prolijo y minucioso/ certificado de existencia// existo/ luego pienso// ¿cuántos zutanos andan por la calle/ creyendo que están vivos/ cuando en rigor carecen/ del genuino/ irremplazable/ soberano/ certificado de existencia? (Certificado de existencia, de Mario Benedetti)