Lecturas
En tres ocasiones estuvo en La Habana el genial violinista lituano Jasha Heifetz, y todas las veces se presentó en el teatro Auditórium, siempre con el respaldo de la Orquesta Filarmónica.
En la primera visita —20 de abril de 1942— con Massimo Freccia como director de la orquesta, interpretó el Concierto en re Op. 61 para violín y orquesta, de Beethoven. En la segunda —1ro. de diciembre de 1947— con Juan José Castro como director, presentó el Concierto No. 77 para violín y orquesta, de Brahms, y en ocasión de su última visita —20 de noviembre de 1949— interpretó el Concierto en la menor para violín y orquesta, de Bach, y el Concierto Op. 64 para violín y orquesta, de Mendelssohn, con la Filarmónica bajo la batuta de Arthur Rodzinki.
En uno de esos conciertos, a Heifetz se le partió una cuerda de su violín, un Stradivarius, por supuesto. Cuando ocurre un percance como ese, el primer violín o violín concertino cede su instrumento al concertista. Eso fue lo que hizo Emilio Hospital, un intérprete cubano muy destacado que había probado su valía también en la música popular, como reconoce Alejo Carpentier en una crónica de 1932 publicada en la revista Carteles.
Pues bien, ante el aprieto en que se hallaba Heifetz, el cubano se puso de pie y le entregó su violín, que distaba mucho de ser un Stradivarius, y Heifetz, con el violín de Hospital, prosiguió su interpretación.
Finalizado el espectáculo, mientras compartían unas cervezas en el bar del restaurante El Jardín, en la calle Línea, Emilio Hospital decía a José Lezama Lima, que fue quien me contó esta historia:
—Chico, yo no sabía que mi violín sonaba tan bien.
¿En cual de los tres conciertos ocurrió la rotura de la cuerda?
No hay constancia escrita ni memoria de ello. Radamés Giro, autor de un monumental Diccionario enciclopédico de la música cubana, que desconocía del incidente, me dice que supone sucediera en la visita de 1947, cuando Heifetz acometió el Concierto Op. 77, de Brahms. «Es una música muy fuerte y ahí debe haber ocurrido el percance», intuye el investigador. En pago del dato que ignoraba, me regala otro: Heifetz, en La Habana, gustaba frecuentar a Tropicana, y en el afamado cabaré, ya «en nota», descargaba de lo lindo con su violín.
¿De dónde viene la frase? Se aplica todavía a algunos funcionarios que luego de una pésima gestión son promovidos y no demovidos u objeto, como se dice, de un movimiento horizontal.
Álvaro de la Iglesia la utiliza en una de sus Tradiciones cubanas, escritas en la cuerda de Ricardo Palma, Mesonero Romanos y Mariano José de Larra. Dejemos que sea el mismo De la Iglesia quien hable:
«Érase un bobo, un completo bobo, de esos de mameluco y maruga, quien se había convertido en el hazmerreír de dos hermosas muchachas, siendo su visita diaria. Una noche lo sorprendió una recia tempestad en su visita, y el bobo no quiso echarse a la calle porque tenía mucho miedo.
«El ama de la casa, que era una señora compasiva, consintió en que se quedara y lo hizo acostarse en la alfombra, al pie de su cama. ¿Quién va a preocuparse de un bobo? A la mañana siguiente —cosas de bobo— el huésped no estaba en la alfombra, sino en la cama, durmiendo muy tranquilo y mejor acompañado.
«—¿Qué es eso, bobo? —inquirió la señora echando chispas—. ¿Por qué te saliste de la alfombra?
«Y el bobo, con la mayor candidez, respondió: —Es que me caí para arriba…».
La anécdota es de mediados del siglo XVIII. Pero ahí no acabaron las «hazañas» del personaje. Poco después ese bobo, por desacato, fue condenado a pena de destierro por el Gobernador General, y cuando sus compañeros de infortunio salían a cumplir la sanción a Cádiz, el hombre se personó en el Palacio de Gobierno, pidió ver al Gobernador e hizo tantas boberías que el mandamás se convenció de su inocencia y lo perdonó.
Enseguida el bobo pidió como merced conocer a los hijos de la máxima autoridad colonial y ya en presencia de ellos sacó una baraja del bolsillo, se sentó en el piso, pidió a los niños que lo imitaran y cartas van, cartas vienen, se dejó ganar un pequeño capital.
A esa altura, ya sabía el Capitán General con qué clase de bobo estaba lidiando.
Manuel González y Carvajal, propietario de las marcas de puros Cabañas y Carvajal, era un hombre riquísimo. Pero la aristocracia habanera lo llamaba con desprecio «el tabaquero». Viaja el sujeto a España y hace allá cuantiosos favores a la corona española y, en pago a sus servicios, recibe en Madrid el título de marqués de Pinar del Río. Volvió a Cuba con su título, pero la aristocracia habanera siguió llamándolo con desprecio «el tabaquero».
En la Calzada del Cerro vivían frente a frente el marqués de Pinar del Río y el conde de Fernandina, Grande de España. Tenía este emplazado a la entrada de su residencia, como todo miembro de la nobleza española, dos leones que acreditaban su condición. Leones de piedra, como era lo habitual. Se enamoró el marqués de ellos y queriéndolos tener iguales, encargó a un escultor que los reprodujera. En mármol. Cuando estuvieron listos mandó a colocarlos en la entrada principal de su casa, en idéntica posición que los de su vecino.
Se cuenta que el conde de Fernandina, al salir una mañana de su casa y advertir la existencia de los dos leones del marqués, experimentó tal contrariedad que dio órdenes a un marmolista de que retirara los suyos del sitio en que estaban y los situara dentro del jardín de su residencia, a fin de que no sufrieran la humillación de contemplar a los leones espurios del marqués.
Perdieron los Fernandina su palacio del Cerro y la casa de París, las colonias de caña y el ingenio azucarero y todas sus propiedades, incluida su valiosa colección de arte. Todo lo que poseían pasó a manos de su apoderado. La ruina fue consecuencia de negocios desafortunados, de la crisis de la industria azucarera y del derroche de lujo que hicieron los condes en París, donde alternaron y emularon con la más rancia y acaudalada nobleza francesa.
Muchos ricos de entonces tenían la costumbre de dejar sus bienes en Cuba en manos de apoderados a quienes con frecuencia pedían que les remitieran dinero a Europa.
Resultaba que más de una familia, al regresar a la Isla, encontraba al administrador de sus bienes disfrutando de su propio palacio.
Fueron los Fernandina a vivir entonces a la casa donde está instalado hoy el hospital pediátrico del Cerro y antes la clínica de la Asociación de Católicas Cubanas, en la Calzada del Cerro esquina a Santa Teresa, que tomaron en alquiler. Allí, con el dinerito que lograron salvar del desastre, ofrecieron en 1894, a la infanta Eulalia, hermana de Alfonso XII, rey de España, una de las fiestas más sonadas de La Habana colonial, comparable solo, afirma la crónica habanera, con el baile de disfraces que el Capitán General, duque de la Torre y su esposa, la cubana Conchita Borrell, ofrecieron en 1863, en el Palacio de Gobierno, y con el baile con que se agasajó, a su paso por Cuba, al príncipe Alejo, hijo del zar de todas las Rusias.
La casa de Fernandina fue, en el siglo XX, sede de la clínica de la Asociación Cubana de Beneficencia, y hoy es una ruina. La casa del marqués de Pinar del Río, en la Calzada del Cerro esquina a Carvajal, aún desafía el tiempo y conserva sus leones de mármol.