Lecturas
El periodista español Luis Morote vino a Cuba en octubre de 1896 a fin de «cubrir» para el periódico El Liberal, de Madrid, las incidencias de la Guerra comenzada el 24 de febrero del año anterior. Se alojó en el hotel Inglaterra, sitio preferido por los corresponsales extranjeros entonces, y pronto cobró fama de hombre de valor indiscutible y de inagotables recursos profesionales. Tenía 32 años de edad. Le llamaron el periodista de las corbatas, por aquellas de plastrón, de seda y vivos colores que adquiría en las tiendas de la calle Obispo y de las que abusaba. El mayor general Máximo Gómez lo tomó como un enemigo por ser enemigo de la Revolución Cubana el periódico que representaba, y sin poder contener la impetuosidad de su carácter, quiso fusilarlo. Se salvó en tablitas. Antes de llevarlo a las filas españolas, los mambises brindaron a Morote un plato de «lechón tostado a la criolla» y un delicioso café que le devolvió el alma al cuerpo.
El 28 de octubre de 1896 escribió Luis Morote para El Liberal la primera de sus Cartas de Cuba, título que dio a su columna. Aún no ha visto la guerra, pero quiere transmitir a sus lectores las impresiones de aquel primer día en La Habana. Sus amigos fueron a buscarlo al puerto y piden al cochero que, aunque no sea el camino directo para llegar al Inglaterra, tome por la calle Muralla. No hay prisa; es domingo y aunque el periodista quiera reportar, no podrá hacerlo porque en las oficinas del cable, que son inglesas, se observa el descanso dominical. Quieren los acompañantes de Morote que ese paseo, que incluirá la Fuente de la India, el Campo de Marte, la estación de trenes de Villanueva y la Plaza de Armas, permita al recién llegado «ver lo más típico, lo más interesante, aquello que llenará con su recuerdo una página saliente, famosa de la historia de La Habana en los últimos años». Muralla se le antoja al cronista como una calle con fisonomía propia, inconfundible, con un adoquinado excelente y aceras altas y estrechas. Es, dice, una calle elegante, tanto como lo son Obispo y O’Reilly. Hay toldos a lo largo de la vía; cuelgan de acera a acera y de balcón a balcón a fin de dar frescura a la calle y mitigar los rigores del sol. En los espacios que dejan libre los toldos, hay anuncios que miran hacia la calle, con los que se pretende estimular las ventas, deprimidas en esos días por la situación económica que provoca la guerra.
Resalta Morote que en Muralla todos los vecinos son peninsulares y todos sus locales se destinan al comercio. «La calle Muralla es larguísima, no se acaba nunca», puntualiza y añade que allí se celebró, al terminar la guerra pasada, «el banquete monstruo» a las tropas vencedoras. «Y en toda su extensión se colocaron las mesas en que se servía espléndida y suculenta comida a los soldados. El banquete lo sufragaron los vecinos de dicha calle, para los que la paz representaba la vuelta a la vida, y el triunfo de España, de mayor honor y gloria».
«De la calle de la Muralla eran también la mayor parte de los que dieron relieve y lustre a la grande, imponente, fantástica fiesta del entierro del gorrión. En las honras fúnebres de tan modesto pajarillo se gastaron miles de duros. Una explosión de entusiasmo patriótico».
Los cubanos llamaban gorriones a los españoles, y los españoles llamaban bijiritas a los cubanos. Había comenzado ya la Guerra de los Diez Años, y en marzo de 1869, un gorrión de los de verdad que anidaba en los aleros del Palacio de los Capitanes Generales se desplomó en la Plaza de Armas, no se sabe si asfixiado por el calor o como consecuencia de una pedrada o un golpe propinado por algún enemigo de España.
Escribe Luis Morote en su aludida crónica de 28 de octubre de 1896: «Es el hecho que los de la calle de la Muralla y los de otras calles, los voluntarios, los del elemento español, creyeron que era a ellos a quienes se había herido, a los que se había causado una víctima y acordaron enterrarla con honores de príncipe, de rey, del espíritu de un pueblo lo que hubiese perecido. Los que lo vieron cuentan que fue una procesión solemne, fastuosa, en que los del cortejo iban presidiendo el duelo con capas pluviales, riquísimas. El gorrión tuvo un destino augusto. ¿Quién es capaz de decir la suerte de las creaciones de Dios aunque sean gorriones? Locuras, pero respetables como todo acto inspirado en una vida de fe por una idea».
Los restos del pajarito fueron alzados a un alto y lujoso féretro en el castillo de la Real Fuerza y colocados sus despojos en un rico sarcófago. A su alrededor orarían los devotos y sacerdotes católicos oficiarían servicios religiosos y entonarían cánticos sagrados.
Luego fueron paseados por las principales calles de La Habana y el capitán general Domingo Dulce en persona formó parte de la marcha, y su esposa llevó a la capilla una ofrenda floral. Para dar realce a la ceremonia y, al mismo tiempo, excitar el fanatismo hispano y el odio contra los insurrectos, se dispuso que el gorrión muerto fuera paseado por varias localidades de la Isla.
En Cárdenas, los actos fueron fastuosos y se derramó arroz, alimento preferido de los gorriones, a su paso por las calles. El cortejo visitó Matanzas, y en Guanabacoa, en una tienda de campaña que se alzó en la Loma de la Cruz, se dijeron responsos en presencia de las más altas autoridades locales y representantes del cuerpo de Voluntarios. De ahí volvió a la capital de la Isla, donde fue enterrado en 27 de marzo.
Salen Morote y su comitiva de la calle Muralla y se encuentran de golpe con el edificio que da albergue al Casino Español y que él identifica erróneamente como de los marqueses de Villanueva, cuando lo fue en verdad de los marqueses de Villalba, frente a la plaza de las Ursulinas, donde funcionaría en 1898 el gobierno autonómico. Ve, en torno al Parque Central, los principales teatros habaneros —Tacón, Payret y Albisu—, la Manzana de Gómez y el local de la redacción y los talleres del Diario de la Marina, que es el del actual hotel Plaza. Frente, en Zulueta y Neptuno, el edificio original del Unión Club, la más exclusiva de las sociedades cubanas, «hoy escasa de socios, dice Morote, y donde en otro tiempo acudían los hombres más distinguidos que visitaban La Habana».
Recorre el cronista la Acera del Louvre, «acera de fama universal, cuna de tantos lances y desafíos. Por aquí se paseaban los muchachos de la Acera, pertenecientes a las familias más distinguidas y acomodadas de La Habana. Por aquí ha pasado, durante mucho tiempo, un viento de fronda que inspiraba las más extrañas y extraordinarias aventuras. Por aquí ha podido pasar Maceo titulándose general». El Titán, siempre pulcro y vestido siempre con extrema elegancia, dejaba ver, por la levita entreabierta, la hebilla del cinturón que lucía a relieve el escudo de la República. Corría el año de 1890. Los jóvenes de la Acera le sirvieron de escolta y conformaron su ayudantía durante su estancia en La Habana. Los militares españoles, al verlo, se ponían en posición de firme y le daban trato de General.
Antes, vio Luis Morote la Alameda de Paula y el hospital y la Casa de Recogidas. El café y hotel Luz y el hotel Mascotte. De la estatua de Isabel II en el Parque Central, revela que espera el día en que sea sustituida por el gran monumento a América, obra de Susillo, que debió inaugurarse hace cuatro años, es decir, en el cuarto centenario del Descubrimiento, y que en verdad fue retirada, sin miramientos ni ceremonia alguna, el 12 de marzo de 1899. Del hotel Inglaterra expresa los mayores elogios.
Luis Morote finaliza su crónica: «Como para excursión de un día ya basta, y para la incompleta descripción de esta hermosa ciudad no bastaría una carta, hago aquí punto y le telegrafío a Arolas que mañana voy a la Trocha». El general Arolas era el jefe de la trocha de Mariel a Majana y con posterioridad, comandante de la plaza militar de La Habana.
El incidente con Máximo Gómez confirió notoriedad a la visita del periodista español en aquel ya lejano año de 1896. Apareció Morote de manera inesperada en el campamento del mayor general Máximo Gómez, en el centro de la Isla, y el jefe del Ejército Libertador, indignado por la osadía e intrepidez del reportero y tomándolo por un enemigo —su periódico lo era ciertamente de nuestra guerra de liberación— creyó que bien merecía, de manera arbitraria, la pena de muerte por fusilamiento.
Gómez reprocha al periodista «ser un hombre mandado por mujer» (la Reina Regente) y le pregunta con insistencia cuáles son los motivos de su visita y qué pretende con ella. Le dice: «Si trae la independencia de Cuba en esa cartera y entre esos papeles —se refería Gómez a los apuntes de periodista de Morote— dela en buena hora, si no, prepárese para recibir el castigo de su incalificable osadía…».
Escribe en su diario el jefe del Ejército Libertador: «El tal Morote, que para honra y gloria de la Revolución, bien merece que se le fusilara arbitrariamente». Sin embargo, no se deja llevar por sus pasiones. El General somete al sujeto a un consejo de guerra que determinaría la conducta a seguir. Conforman el tribunal «los hombres de más luces que están a mi lado». El general Fernando Freyre de Andrade es uno de sus integrantes, y el defensor es el coronel médico Nicolás Ablerdi. Viene el periodista avalado por una carta de Severo Pina, ministro de Hacienda del Gobierno de la República en Armas, y es absuelto. «Fallo que acato y respeto enseguida», escribe Máximo Gómez en su diario, no sin marcarle la tarjeta al titular de Hacienda. Y apunta: «El corresponsal español, uno de nuestros peores enemigos, es despachado con las mejores seguridades y garantías hasta la ciudad de Sancti Spíritus». Sale además bien comido. En la interesante crónica que escribió sobre el incidente, Morote elogia el apetitoso lechón tostado a la criolla que le sirvieron en la comida y el magnífico café con que lo confortaron.