Lecturas
Llaman la atención, en su interior, los vistosos azulejos sevillanos, los mosaicos valencianos y alicantinos, las losas importadas de Andalucía, las esculturas de marcado sabor hispánico, mientras que en la fachada predominan los elementos ornamentales criollos propios de la época como son los balcones con barandas de hierro fundido, guardavecinos y vitrales. Nunca ha podido explicarse el escribidor por qué se llama Inglaterra un hotel que denota, al decir de los especialistas, el encanto de la bella época española, lo mejor del neoclásico habanero y cuyo snack bar lleva el nombre de La Sevillana.
De cualquier manera, el Inglaterra es el establecimiento hotelero en activo más antiguo de la Isla. Se inauguró el 23 de diciembre de 1875, en una zona habanera de privilegio, sobre el mítico Paseo del Prado, frente al Parque Central. Joaquín Payret, constructor del teatro que terminaría llevando su nombre, vendió el famoso café El Louvre, sito en Prado y San Rafael, al arquitecto Juan de Villamil, teniente coronel retirado del ejército español, que adquirió además el hotel Americana, contiguo al café, y unificó ambos locales en un edificio al que puso por nombre Inglaterra. Una foto de 1899 muestra un inmueble de dos pisos que lleva en lo alto de su fachada el nombre de Hotel y Restaurante de Inglaterra.
Poco después, a un costo de 300 000 pesos, el local fue totalmente reconstruido y ajustado a las necesidades de la vida moderna y lujosa, sin que por ello disminuyera su esplendor de antaño. Las cien habitaciones de entonces fueron dotadas de cuarto de baño, teléfono y timbre de servicio, y se contaba con instalaciones que dispensaban agua helada a todo el hotel. Una estación de telégrafos lo enlazó con el exterior y su promoción insistía en el dominio del inglés y el francés que tenían sus empleados. Un confort que respetó sus valores artísticos originales. A nuevas reformas se sometió el hotel en 1914, cuando se techó su portal y se dotó al inmueble de una cuarta planta para habitaciones. En 1989 sufre el edificio una reparación capital a fin de que respondiera a las exigencias turísticas internacionales, siempre manteniendo estilo y características que ya para entonces lo habían convertido, debido a sus altos valores artísticos e históricos, en Monumento Nacional.
Fue, a fines del siglo XIX y comienzos del XX, el hotel preferido por los corresponsales de prensa extranjeros. Allí Karl Decker, reportero del New York Journal, una de las tantas publicaciones del magnate norteamericano William Randolph Hearst, planificó la exitosa fuga de Evangelina Cossío, internada entonces en la Casa de Recogidas de La Habana, acción audaz, mírese como se mire, si bien no puede deslindarse de la implacable campaña orquestada por cierta prensa norteamericana para apurar la intervención militar de Estados Unidos en la guerra que Cuba libraba contra España. Eran los tiempos del sanguinario Valeriano Weyler, y la muchacha, de belleza extraordinaria, fue conocida en el mundo como la Juana de Arco de América.
La evasión de Evangelina ocurrió el 7 de octubre de 1897 y pocos días después, vestida de hombre y con la abundante cabellera oculta en el sombrero, salía por el puerto habanero rumbo a Nueva York, donde la aclamaron miles de personas.
Casi un año antes, en noviembre de 1896, se alojaba en el hotel Inglaterra el célebre cronista español Luis Morote, que para el periódico El Liberal, de Madrid, llegaba a «cubrir» la guerra contra España. Precisamente en la primera de sus Cartas desde Cuba, que publicó en el mencionado diario, hay referencias al hotel habanero.
Los amigos que a su llegada lo buscan en el puerto, piden al cochero que, aunque no sea el camino más directo para llegar al hotel, tome por la calle Muralla y dé luego la vuelta al Parque Central. Quieren de esa manera que el periodista recién llegado consiga, en su primer día habanero, no solo una impresión lo más amplia posible de la ciudad, sino que vea «lo más típico, lo más interesante, aquello que llenara con su recuerdo una página saliente, famosa de la historia de La Habana en los últimos años».
Morote no tardaría en ser conocido aquí como «el periodista de las corbatas» por aquellas de plastrón, de seda y brillantes colores, que adquiría en las tiendas de la calle Obispo y de las que abusaba. Un hecho verdaderamente relevante le conferiría notoriedad. Apareció Morote de manera inesperada en el campamento del mayor general Máximo Gómez, en el centro de la Isla, y el jefe del Ejército Libertador, indignado por la osadía e intrepidez del reportero y tomándolo por un enemigo —su periódico lo era ciertamente de nuestra guerra de liberación—, creyó que bien merecía la pena de muerte por fusilamiento. Sin embargo, no se deja llevar por sus pasiones el Chino Viejo y somete al sujeto a un consejo de guerra que determinaría la conducta que se debería seguir. Viene el periodista avalado por una carta de Severo Pina, ministro de Hacienda del Gobierno de la República en Armas, y es absuelto por el tribunal. «Fallo que acato y respeto enseguida», escribe Máximo Gómez en su diario, no sin marcarle la tarjeta al titular de Hacienda. Y apunta: «El corresponsal español, uno de nuestros peores enemigos, es despachado con las mejores seguridades y garantías hasta la ciudad de Sancti Spíritus». Sale además bien comido. En la interesante crónica que escribió sobre el incidente, Morote elogia el apetitoso lechón tostado a la criolla que le sirvieron en la comida y el magnífico café con que lo confortaron.
«Salimos de la calle de la Muralla, donde los comerciantes estaban a las puertas de las tiendas en mangas de camisa, sin vender tal vez por ser domingo, y nos encaminamos hacia el Parque Central», dice el español en la primera de sus crónicas cubanas, escrita en vísperas de su viaje a la trocha de Júcaro a Morón. Le parece hermoso el Parque Central. Su entorno es de maravilla. Coinciden en sus alrededores los teatros Tacón, Albisu y Payret. También lo que sería la Manzana de Gómez y el Diario de la Marina —en el edificio del hotel Plaza— y frente a este, el lujoso Unión Club.
El hotel Inglaterra es un edificio montado con lujo, a la moderna, escribe y precisa que se trata de un establecimiento con historia. Demuestra conocerla bien. Recuerda en ese sentido sucesos que tuvieron lugar allí. Habla de la Acera del Louvre y sus muchachos, y menciona de pasada la estancia de Maceo en el hotel, en 1890.
Luis Morote, como buen periodista, estaba bien informado. El mayor general Antonio Maceo, en efecto, es huésped del hotel Inglaterra, una estancia que se prolonga entre febrero y julio de ese año. La noticia de su presencia corre por la ciudad y provoca una conmoción enorme. Todos quieren conocerlo y saludarlo. Los veteranos y los jóvenes, los intelectuales, los ricos y los pobres. También los militares españoles, que se ponen en posición de firme al verlo y le dan trato de General. Con Varona, una de las cumbres de la inteligencia en la época, se explaya en largas pláticas. Corre el rumor de que quieren hacerle un atentado y jóvenes de la Acera del Louvre, aquella juventud que muchos tildaban de frívola, se constituyen en escolta de Maceo y en su ayudantía; lo acompañarán a todas partes para protegerlo. Gana a todos los que lo conocen. Es el héroe de la guerra. Y también el caballero irreprochable; un conversador atento y fino. Los años de lucha no le hicieron perder sus hábitos de pulcritud y su vestimenta realza su elegancia natural. Se toca con un sombrero de copa y luce una levita inglesa que, entreabierta, deja ver el escudo de la República que lleva al relieve en la hebilla del cinturón. El sastre Leonardo Valencienne aprecia, como buen conocedor, las medidas estatuarias del patriota. «¡Qué figura! Así da gusto cortar una prenda», exclama orgulloso de contarlo entre sus clientes. Tiene un cuerpo macizo y músculos de acero. Es alto, ancho de espaldas. El cabello empieza ya a encanecerle, pero el rostro se mantiene fresco y los ojos le relampaguean. La voz es pausada y suave, aunque el acento es ligeramente gutural. Tiene una mirada profunda y escrutadora, pero dulce. Julián del Casal, que le dedicó su poema A un héroe, no pudo evitar exclamar al verlo: «Es muy bello».
Un español quiere pagarle una deuda de gratitud. Maceo no lo recuerda y su interlocutor le hace memoria. En la guerra fue su prisionero y el cubano lo puso en libertad sin condición alguna. Viene a corresponder. Aunque viste de civil, es capitán y le han dado la misión de espiarlo con dos oficiales y cuatro sargentos, hospedados todos en el hotel, en habitaciones próximas a las del patriota. Tiene órdenes de seguirlo y detenerlo si lo cree oportuno.
José Martí anduvo también por el Inglaterra o, mejor, en los altos del café El Louvre. Debía pronunciar, en nombre de un grupo de figuras del reformismo, el discurso de homenaje al periodista Adolfo Márquez Sterling. El tono y la intención de Martí sorprenden a los señores de la presidencia del homenaje, gente cauta y remisa a la independencia. Martí exalta la hombría pública del agasajado y sentencia: «El hombre que clama vale más que el que suplica… los derechos se toman, no se piden, se arrancan, no se mendigan…» y hace que los comensales queden sin aliento cuando dice que si la política liberal cubana ha de procurar el planteamiento y la solución radical de los problemas todos del país, «por soberbia, por digna, por enérgica, yo brindo por la política cubana». Pero si no se llega a soluciones inmediatas, definidas y concretas, si más que voces de la patria hemos de ser disfraces de nosotros mismos… «entonces, quiebro mi copa: ¡no brindo por la política cubana!».
Huéspedes del hotel fueron asimismo el mexicano Juventino Rosas, autor del vals Sobre las olas, en 1894, y el tenor, y luego sacerdote José Mujica, también mexicano, en 1931. El gran Enrico Caruso se alojó en el hotel Sevilla, pero parece haber cenado varias veces en el restaurante del Inglaterra durante sus jornadas cubanas. Eso aseguraba Félix B. Caignet, el autor de El derecho de nacer, que decía haberlo acompañado. Cuatro campeones se hicieron fotografiar en uno de los salones de este hotel y legaron la instantánea a la posteridad. Son el pelotero Armando Marsans, el billarista Alfredo de Oro, el ajedrecista José Raúl Capablanca y el astro de la esgrima Ramón Fonts. Otras dos instantáneas dan cuenta de la presencia de Rubén Darío. El poeta de Azul hace escala en La Habana, en tránsito hacia México, y sus amigos le ofrecen, el 2 de septiembre de 1910, un banquete en el Inglaterra.
La relación, entre otros muchos, incluye los nombres de la actriz francesa Sarah Bernhardt y el torero español Luis Mazzantini. Sarah, aseveraba Alejandro Dumas, tenía cara de virgen y cuerpo de escoba, además de una pierna postiza. Él, ella lo advirtió por encima de la ropa, tenía todos los atributos para hacerle olvidar las amarguras de la vida y sobre todo el peso de la edad. Se ha hablado mucho acerca del tórrido romance que ambos vivieron en La Habana; los años transcurridos, sin embargo, difuminaron los detalles. Se dice que él fue a verla actuar en el teatro Tacón y que ella se le presentó a su vez en una corrida de toros. Se dice asimismo que ella lo veía fumar en el restaurante del Inglaterra y que se atrevió a pedirle que la enseñara a hacerlo, pero no en público. Las clases, un día en la habitación de la francesa y otro en la del español, duraron toda una semana.