Lecturas
Un habanero del Cerro entró, en el siglo XIX, en la casa real española. Se llamaba Manuel Güell Renté y si bien radicaba de manera habitual en Madrid, tenía su residencia familiar en la Esquina de Tejas, justo donde se emplazó después el cine Valentino y hoy se erigen dos edificios de muchas plantas. Güell fue electo o designado senador del Reino en 1886 por la Universidad de La Habana, institución que se empeñó en dotar de una nueva edificación y cuya primera piedra llegó a colocar en el terreno que con el tiempo ocuparían los fosos municipales, cerca del Palacio Presidencial, actual Museo de la Revolución.
Don Manuel, escribe el arquitecto Luis Bay Sevilla en sus Viejas costumbres cubanas, era hombre muy inteligente y tremendamente simpático, por lo que lograba hacerse estimar por cuantos lo trataban. Un atleta de más de seis pies de estatura y complexión robusta que cursaba estudios de Derecho en la Universidad Central de Madrid y quien de manera totalmente casual e inesperada conocería a la infanta María Josefa de Borbón, hermana de Alfonso XII, relación que provocó en la Corte y en la alta sociedad españolas variados comentarios y en el monarca tal irritabilidad, que ordenó que el nombre de su hermana fuese borrado de la lista de la familia real. El hecho que propició primero el noviazgo y luego el matrimonio de los jóvenes parece un pasaje sacado de una novela.
Una tarde, mientras transcurría por el Paseo de la Castellana, de Madrid, Manuel Güell vio que un brioso caballo, que tiraba de un lujoso coche, se encabritaba y, sin que el cochero pudiera dominarlo, emprendía veloz carrera a lo largo de aquel Paseo. Al advertir el joven Güell, que el carruaje lo ocupaban dos damas, cuyas vidas, con seguridad peligraban, se lanzó, valiente y temerario, sobre la bestia, y oprimiéndola fuertemente por el cuello, logró derribarla y detenerla en su carrera.
Una de las jóvenes ocupantes del coche era la Infanta María Josefa, hermana de Alfonso XII, y le acompañaba una dama de aquella Corte. Una vez detenido el caballo, Güell se acercó a las muchachas, las ayudó a bajar del vehículo y viéndolas muy asustadas se brindó para servirlas en lo que necesitaran. En esa primera conversación, la Infanta se sintió impresionada por la figura varonil y el gesto valeroso del joven Güell. Fue, afirma Bay Sevilla, un amor a primera vista.
La tarde siguiente el Rey convocó a Güell al Palacio Real, y en presencia de la Reina y de la misma Infanta María Josefa le expresó su gratitud por haberle salvado la vida a su hermana. En los días sucesivos volvieron los jóvenes a verse en el mismo Paseo de la Castellana, sonriéndole ella, con marcada predilección, al encontrarse sus miradas. Una tarde, detuvo María Josefa la marcha de su vehículo para conversar breves momentos con el joven, de quien estaba ya enamorada profundamente.
Surgió, como era natural, la oposición del Rey y de toda su familia, pero la Infanta, desoyendo ruegos primero y amenazas después, contrajo al fin matrimonio con el joven habanero, con lo que hizo realidad lo que ella misma definía como la mayor ilusión de su vida.
Güell Renté fue un abogado de éxito. Cultivó la poesía y llegó a publicar varios poemarios y algunos libros de prosa. Entre estos el que aborda en uno de sus capítulos el quehacer de un célebre grupo de criminales españoles que, haciéndose pasar por frailes, vivían con suma modestia en una casa situada al comienzo del Paseo del Prado, cerca del hotel Miramar, y cuyos hechos de sangre dieron lugar a uno de los procesos judiciales más sensacionales que se instruyeran en La Habana.
Quiero hacer una aclaración para curarme en salud. Manuel Güell Renté aparece consignado también en el diccionario biográfico de la minienciclopedia Cuba en la mano (1940). La mayor parte de los datos que allí se ofrecen coinciden con los de Bay Sevilla que se reproducen en esta nota. Solo hay una diferencia. Se afirma en el diccionario que el matrimonio del joven habanero fue con la hermana del rey «Paquito», Francisco de Asís de Borbón, esposo de Isabel II y padre de Alfonso XII.
De cualquier manera entró en la familia real española. Pero ¿cuál de las dos versiones será la cierta?
Hace algunas semanas, en la página que el 3 de noviembre dedicamos a la Calzada de Infanta, dijimos que el nombre de la Esquina de Tejas obedece al grupo numeroso de casas de tejas francesas que había en la zona. El Bodegón de Tejas y la fonda El Globo de Tejas consolidaron el nombre del lugar, escribe Eduardo Robreño en su libro Cualquier tiempo pasado fue…
En sus aludidas Viejas costumbres cubanas, el arquitecto Luis Bay Sevilla es más explícito en lo que respecta al origen del nombre de esta esquina. Asegura que en el primer tercio del siglo XIX residía en la Calzada del Cerro, muy cerca de la esquina de Infanta, el señor Felipe Tejas, que era propietario de dos casas que estaban situadas contiguas a la del Marqués de San Miguel de Bejucal, quien las compró a Tejas para asegurar la brisa de la casa que acababa de reedificar y embellecer. Felipe, prosigue Bay, poseía además la casa de techo de tejas que estaba situada en la esquina de Infanta, frente a la casa de los Güell, donde, en 1926, se construyó un edificio de dos plantas cuyo piso inferior está ocupado ahora por una cafetería y que anteriormente fue el local del bar Moral.
La residencia del Marqués de San Miguel de Bejucal —Calzada del Cerro número 525 (antiguo) y 1217 (moderno) — era conocida como la Casa del Horcón, por el que estaba enterrado frente a ella y que servía para que amarraran sus caballos las personas que allí acudían en las temporadas de verano, que era cuando la vivía el Marqués, quien residía habitualmente en su gran casa de O’Reilly esquina a Habana. Fue esa del Cerro una casa que su propietario mejoró notablemente al heredarla; le hizo construir techos planos, mejoró grandemente su fachada y embelleció el patio interior característico de los inmuebles coloniales.
Pasó el tiempo. Comenzó la Guerra de los Diez Años y muchos criollos acaudalados, por sus simpatías con la causa cubana, vieron confiscados sus bienes y saqueadas sus casas. Los herederos de don Miguel de Cárdenas y Chávez, primer marqués de San Miguel de Bejucal, temieron correr la misma suerte que la familia de Miguel Aldama y de otros patriotas a los que saquearon sus casas y robaron sus pertenencias, y decidieron poner a buen recaudo lo que pudiera despertar la codicia de la intransigencia española.
No hallaron mejor lugar para ocultar lo más valioso de su patrimonio que su propia mansión de la Calzada del Cerro. Para hacerlo fueron colocando vajilla, cristales y porcelanas, joyas antiguas y relojes y todo tipo de obras de arte en una de las habitaciones de la casa. Enseguida tapiaron los huecos de sus puertas y ventanas con ladrillos que repellaron y enmascararon con masilla.
En ese estado y en el mayor secreto permaneció durante años el tesoro de los San Miguel de Bejucal. Nada sabían del asunto, ya en el siglo XX, los herederos del Marqués, que nunca se preocuparon por investigar el paradero de las valiosas pertenencias de su antecesor, suponiendo tal vez que hubieran sido vendidas por el mismo propietario original.
Hasta que un día uno de sus descendientes requirió de un trabajo de albañilería y, al retirarse el repello de una pared, quedó a la vista el hueco de una puerta. Intrigado por el descubrimiento dispuso la demolición de parte del muro. El derribo dio paso a la habitación clausurada y, dentro de esta, cuidadosamente envasados, estaban objetos de plata y cristal, valiosas miniaturas de Mejasky, famoso artista húngaro que se asentó en Matanzas, y una colección de acuarelas referentes a los amores del Luis XIV con mademoiselle Lavalier, entre otros muchas preciosidades.
Las dificultades que entrañaban los viajes, lo intransitable de los caminos, la inseguridad y la carencia de medios de transporte rápidos eran motivos más que suficientes para que nuestros antecesores escogieran para sus temporadas veraniegas lugares cercanos como Marianao, Jesús del Monte y el Cerro.
Las familias acomodadas de mediados del siglo XIX comenzaban a salir de la ciudad en los primeros días de mayo y permanecían hasta septiembre en sus casas de verano. Eran casas de propiedad particular, dice Antonio Bachiller y Morales en su Paseo pintoresco por la Isla de Cuba (1841) casi ninguna de alquiler, siendo crecidísimos los precios si algunas de esas se encontraba. Salvo en alguno que otro baile no se reunían los temporadistas del Cerro. «Pocas diversiones los hacían reunir, a pesar del regocijo que les ofrecía la temporada, cada cual en su casa, cada cual con sus amistades, un piano en la sala, sin que modificaran las costumbres de la ciudad, restándole todo esto a la temporada el delicioso carácter de confianza que ofrecían las temporadas de Guanabacoa y otros lugares de veraneo», precisa Bachiller. Al final, todos abandonaban sus quintas, se despoblaba prácticamente el barrio y casi todas las mansiones se cerraban, habitadas solo por las personas encargadas de cuidarlas.
En el año 1846 existían en la barriada del Cerro cinco grandes quintas; 23 residencias de recreo lujosas y 273 casas de tipo corriente, entre las cuales había algunas que eran de madera. Dicen los especialistas que esas quintas, por sus estilos arquitectónicos, hacen recordar las villas italianas de Palladio, exponente elocuente y magnífico del buen gusto de la nobleza habanera. Casas con un amplio portal al frente, delgadas columnas de hierro fundido que soportan el techo de esos portales; una arquitectura simple, apenas sin ornamentación, con puertas de persianas a la española, muy propias para el clima, bellísimos medio puntos y copas sobre los pilares del ático, que rompen la monotonía de las líneas horizontales.
La mesa estaba siempre puesta en esas mansiones para los amigos y era frecuente entonces que una visita, sin previa invitación, decidiera quedarse a comer. Tanto en las comidas informales, como en las de gran cumplido, todos los comensales, tras ingerir el plato de carne, se levantaban de la mesa y se dirigían al jardín o a otro salón de la casa donde permanecían hasta que eran avisados de que el postre estaba servido.
La Marquesa de Calderón de la Barca estuvo de paso en La Habana de 1843. Recuerda en sus memorias la cena que se ofreció en su honor. Afirma: «Estuve sentada entre los condes de Fernandina y de Santovenia, siendo servida la comida en una vajilla de porcelana francesa de color blanco y adornada en oro, que luce particularmente muy bella. Después de la comida, según la costumbre cubana, nos levantamos los comensales y fuimos a una habitación cercana al comedor, mientras la servidumbre arreglaba la mesa para servir los postres, que consistían en bocaditos de huevo, dulces de distintas clases, helados y frutas».