Lecturas
Hay expresiones que surgen y quedan para todos los tiempos. No hablo de frases comunes; de ese reiterado, digamos, «No somos nada», que escuchamos invariablemente en todos los velorios, ni de aquel «Estaba escrito», que se esgrime a modo de conformidad. No aludo tampoco a los refranes, dichos sentenciosos que encierran siempre una sabiduría y generan enseñanza.
Quiero referirme a esas frases que, en una circunstancia dada, brotan del ingenio popular y que luego se usan más allá del evento que les dio origen. Hay muchas en Cuba, como debe haberlas en cualquier otro país, y las incorporamos a la conversación sin que conozcamos a veces de dónde proceden.
Imagino que no sean muchos los que sepan cuándo y por qué surgió la frase «La caña a tres trozos». O aquella de «La culpa de todo la tiene el totí», ni otra que habla de «Cambiar la chiva por la vaca» para calificar un negocio desventajoso. ¿Sabía usted, por ejemplo, que la expresión «A cajas destempladas», que equivale a decir que se despidió a alguien en mala forma, se asocia al garrote, aquella máquina de matar que estuvo vigente en la Isla durante un siglo después de su introducción en 1832? Pues así es. Caja es sinónimo de tambor y una ejecución en el garrote se anunciaba con el sonar de tambores de parche flojo, no tirante, destemplado.
Son a veces los humoristas y también los compositores musicales los que crean frases que perviven. Sin ir muy lejos, ese «Toma chocolate», estribillo de un sabroso chachachá popularizado por la orquesta Aragón, ha servido de manera proverbial para recordar a alguien el pago de una deuda, el cumplimiento de un promesa. El término «guataca», como sinónimo de adulador, lo estampó el dibujante y pintor Eduardo Abela en tiempos de la dictadura de Machado. Y fue Abela asimismo quien, también en esa época, puso a circular la voz «guayaba» como equivalente de mentira.
La adulación a la figura del déspota llegó a la abyección: lo proclamaron «Primer obrero de la patria» y llegaron a darle el título de Egregio. Se cuenta incluso que en una ocasión en que preguntó la hora, le respondieron: La que usted quiera, General. Y en el Aula Magna de la Universidad de La Habana, cuando le confirieron el título de Doctor Honoris Causa, el Rector, que hacía el elogio del homenajeado, detuvo en un momento su parrafada, elevó los ojos como para buscarlo en el cielo y exclamó: Perdóname, Martí, pero Machado te ha superado.
Abela captó la seña y en sus dibujos empezaron a aparecer personajes que, azada en mano, despejaban el camino por el que transitaría el dictador. Llegó más lejos y en uno de sus cartones escribió al pie: «Porque los maestros saben inspirar a esos niños, los hombres del mañana, cariño y respeto para el Presidente de la República», y en la imagen se veía a alguien que repartía guatacas entre los estudiantes. Dice en otro: «Diez vagones cargados de guayabas han salido para el Norte», y los vagones del dibujo llevaban estos letreros: «Los maestros retirados cobran puntualmente»; «Las libertades públicas están garantizadas»; «El pueblo está conmigo».
El Bobo es un personaje emblemático en el humorismo cubano. Fue un combatiente sutil y mordaz contra la dictadura de Machado. Liborio, personaje de Ricardo de la Torriente, en cambio, fue zumbón, pero pasivo; ofreció la imagen resignada del cubano ante una realidad que sufría, pero contra la que no se rebelaba para quedar, en buena medida, como espectador de su propia tragedia.
A Torriente se deben dos frases que llegan hasta hoy. Bajo el Gobierno del general José Miguel Gómez se llevó a cabo el canje del Arsenal por el de la estación de trenes de Villanueva. En el espacio que ocupaba el primero, una empresa extranjera construyó la terminal central de los ferrocarriles. El espacio del segundo, donde a la postre se edificó el Capitolio, lo quería el carismático político espirituano para erigir el Palacio Presidencial. Desde el punto de vista urbanístico, el cambio era un acierto y desde 30 años antes por lo menos la capital quería desembarazarse del engorro que originaba la estación de Villanueva en una zona que era ya, y sigue siendo, de las mejores de La Habana.
Fue, sin embargo, un negocio fraudulento, porque el Arsenal estaba valorado en unos cinco millones de pesos y Villanueva en menos de dos millones. Diferencia que, con contento, se embolsillaron José Miguel y figuras de su entorno y empresarios extranjeros. Fue así que Ricardo de la Torriente, bajo el título de El canje del Arsenal, publicó en La Política Cómica un cartón en que se ve a Liborio, famélico y raído, con una cinta negra en el antebrazo izquierdo en señal de luto, como representación del pueblo, y a don Luciano, símbolo del magnate criollo o foráneo. Dice este: «He trabado a Liborio… algo se saca. Ya le cambié la chiva por la vaca».
Por esa voracidad ante el dinero, que José Miguel sabía compartir con sus acólitos, Torriente, en el pie de otro dibujo, escribió: «Tiburón, se baña pero salpica», frase que quedó en la historia como retrato del mandatario y que el astuto y sagaz caudillo liberal, dice Manuel Márquez Sterling, jamás tomó con acritud.
Dos frases llegan desde la esclavitud: «El que corta el bacalao» y «La culpa de todo la tiene el totí». Todavía en Cuba, en ciertos sectores populares, el concepto de autoridad se relaciona con la primera de esas dos frases. La segunda, que apenas oculta su tufo racista, la esgrime quien sabe a otro culpable de una falta y prefiere o le conviene exculparlo o cuando un sujeto insiste en eludir su responsabilidad.
El totí es un ave muy común en Cuba, de color negro intenso con reflejos violados y pico curvo en su extremo. Anda en bandadas y come de las semillas y gusanos que quedan al descubierto al roturarse la tierra. Aparte de limpiar de insectos al ganado, su plato preferido son los granos almacenados y sobre todo el azúcar al punto, que en los ingenios se hacía habitual destinar a un negro viejo o sumamente joven para que espantara a los totíes de los almacenes. Como aun así las existencias bajaban, los custodios culpaban del faltante a ese pájaro de la familia de los córvidos.
Con relación a «El que corta el bacalao», dice Manuel Moreno Fraginals en ese clásico que es El ingenio, que durante la última década del siglo XIX y la primera del XX, los centrales azucareros cubanos conocieron de una situación dantesca. Circunstancias adversas repercutieron en la economía del país y, por ende, en la vida del esclavo, que andaba hambriento y casi desnudo por las plantaciones. Muchos ingenios carecían de tasajo y bacalao, renglones básicos en la alimentación de los negros, y les proporcionaban solo una comida al día. Las plantaciones que carecían de una gran cocina central para preparar la comida de la dotación acostumbraban a dar a sus esclavos, uno a uno, el correspondiente tasajo o bacalao crudo para que lo guisaran ellos mismos. El encargado de cortar la carne o el bacalao tenía en sus manos un poder excepcional en esos años de hambre y de ahí la frase.
De más acá en el tiempo es «Tin Tan, te comiste un pan», que pone de relieve frustración o desengaño. En los últimos años del siglo XIX se popularizó en La Habana un tipo de coche de caballos llamado duquesa, que alegraba el tránsito con el sonoro repicar de su timbre: tin tan. Esto dio pie al dicho popular que más tarde sirvió de título a los hermanos Robreño para uno de sus más aplaudidos sainetes.
Pasaremos por alto ahora frases como «A ese no lo salva ni el médico chino», «Vive como Carmelina» y «Acabó como la fiesta del Guatao».
Otra como «Le tocaron la campana» para indicar que alguien se vio frustrado en su empeño y no pudo alcanzar su meta, puede provenir del boxeo, pero también de aquel programa de la antigua CMQ, en Monte y Prado, que se llamó La corte suprema del arte, y que empujó a la vida artística profesional a muchos aficionados. El espacio, muy popular, buscaba «estrellas nacientes» y el público con su aplauso elegía a los mejores. No todos los participantes llegaban al final del certamen, porque si la interpretación era rematadamente mala el sonido de una campana que hacían sonar desde la cabina de control de la radioemisora, fuera de la vista de los asistentes y del intérprete, lo paraba en seco y lo sacaba del concurso.
En 1898, como consecuencia del bloqueo norteamericano a la Isla, escaseó la comida en La Habana y en otras partes del país y, por orden del Gobierno colonial, cocinas económicas o populares se establecieron en los barrios más pobres de la capital. Se racionó el pan, el llamado pan de Arola, por el nombre del Comandante Militar de la plaza, que organizó la distribución, y nadie tenía a menos hacer públicas sus carencias y fatigas.
Se improvisaban embarcaciones de todo tipo que sacaban a la gente clandestinamente del país y no pocos barcos españoles y de otras banderas, que salían y entraban a oscuras, burlaban la vigilancia enemiga. Mientras los acorazados Brooklyn, Texas, Vulcano, Iowa, Louisiana, Montgomery… eran visibles desde la costa habanera, se esperaba la llegada de la flota española y en los cafés y vestíbulos de los teatros las discusiones se eternizaban en torno a cuál de las dos Marinas resultaría vencedora. El capitán general Ramón Blanco, quien con el tiempo murió de anemia, llamaba, desde el balcón de Palacio, a verter hasta la última gota de sangre por el honor de España.
No se saquearon establecimientos comerciales y cuando el pueblo advertía que un bodeguero especulaba con el arroz, lo obligaba, a viva fuerza y en medio de una rechifla general, a detallarlo a cinco centavos la libra y darlo gratis a aquellos que ostensiblemente no podían pagarlo. Los precios se dispararon. Con mayor o menor dificultad se conseguían garbanzos y frijoles colorados y se comieron tamales en cantidades industriales. Un día, ¡sorpresa!, comenzaron a circular por La Habana unas latas grandes de carne en conserva de Chicago. Habían sido desembarcadas, de noche y de contrabando, por los mismos marineros de la escuadra bloqueadora. Se vendían a un precio relativamente módico, dadas las circunstancias, y sabían a ropa vieja a la criolla.
Los que tenían menos posibilidades económicas, que eran los más, la mayor parte de los días tenían que conformarse con la harina y la melcocha, que engañaba al hambre. Pero no faltó la alegría ni la esperanza, como se desprende de estos versos de Ibrilio, un poeta que los vendía a medio la décima. Decían: «En La Habana y en La Mocha / se mata el hambre la gente / comiendo harina caliente / y dulcito de melcocha. / La vieja se vuelve chocha / viendo cara la butuba; / pero aunque de precio suba, / mientras haya mango y caña, / del hambre la fiera saña / jamás sentirá mi Cuba».
Entonces se puso de moda lo de la «caña a tres trozos», que desde entonces viene utilizándose para ilustrar una situación poco desahogada, un momento difícil.