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Se buscan por crímenes de guerra, enarbolaron los australianos en sus protestas contra Bush. Foto: AP De eso se trata siempre, de quitarse el sambenito de perdedor de encima, y si para ello hay que echarle la culpa a otro, pues andando.
Desde hace ya un tiempito, algunos de quienes critican cómo se conduce la guerra en Iraq, insisten en que fue un error haber desmantelado el ejército iraquí de 400 000 efectivos luego de la ocupación, porque llevaron a esos hombres a las filas antinorteamericanas y al país a la ingobernabilidad. Esa visión es propicia para poner sobre los hombros del gobierno nativo que pusieron al frente de Bagdad como responsable de cuanto ocurre ahora en el país, cuando el único y gran traspié fue la propia agresión de Estados Unidos y sus aliados contra el pueblo mesopotámico, ordenada por Bush y su equipo ultraneoconservador bajo el pretexto de derrocar a Saddam Hussein y esconder así sus ansias de apoderarse del rico país petrolero y de una posición estratégica para el control de la región.
Ahora sale a la luz un intercambio de correspondencia entre el W. y Paul Bremer, quien fue su procónsul en Bagdad, que puede catalogarse de un clásico allí fumé, para no tener que responder ninguno de ellos por ese paso táctico que tanto es vilipendiado.
Resulta que una biografía del jefecillo de la Casa Blanca escrita por Robert Draper y de la que se conoció algunos párrafos en la edición dominical del New York Times, Bush le dice a su cronista: «La política era mantener intacto al ejército: y eso no sucedió».
En mayo de 2003, Bremer desbandó aquella fuerza para evitar tener en las calles y en control a hombres armados y organizados que habían servido a Saddam Hussein, también desmanteló totalmente el Partido Baas iraquí. En carta fechada el 20 de mayo de 2003 y enviada el día 22, le daba cuenta pormenorizada y hasta anecdótica a Bush de esas medidas y otras que había tomado.
Por supuesto, la misiva tuvo contestación desde el rancho de Crawford, en Texas.
Bush le agradecía al «Honorable L. Paul Bremer», administrador de la Autoridad Provisional de la Coalición, su mensaje y categóricamente refería al «Querido Jerry»: «Has hecho rápidamente un impacto positivo y significativo. Tienes mi completo apoyo y confianza. También tienes el respaldo de nuestra Administración que conoce que nuestro trabajo tomará tiempo». «Mis mejores deseos», se despedía sinceramente George W. Bush.
¿Y ahora qué? Bush dice no recordar por qué se decidió desmantelar el ejército iraquí, ni haber estado detrás de esa decisión asumida por Bremer, ni de haberlo apoyado sin duda alguna sobre cómo debía actuarse en Iraq.
De seguro empezarán a echarse unos a otros las culpas. Bremer no ha hecho todavía algún comentario, tampoco el entonces secretario de Defensa Donald H. Rumsfeld, y para Douglas J. Feith, subsecretario de Defensa y arquitecto de la invasión —quien estuvo profundamente involucrado en todo el proceso de toma de decisiones y trabajó en ello muy de cerca tanto con Bush como con Bremer—, esa mala memoria del mandatario puede traer preguntas interesantes sobre cómo se hicieron las decisiones pivotes en esa guerra.
Nadie ha hecho tales cuestionamientos todavía, pero aunque no es la intención detrás del debate, las responsabilidades debieran delimitarse muy bien para una invasión y ocupación que tiene de sobra requerimientos para que sus responsables sean llevados algún día a un juicio por sus muchas culpas y delitos contra la humanidad.
Con razón, entre las consignas enarboladas este martes en Sydney, Australia, en rechazo a la presencia de Bush, quien acude a la reunión cumbre del Foro de Cooperación Económica Asia-Pacífico (APEC) tras otra visita sorpresiva y breve a la base aérea al-Asad en Iraq, estaban los carteles que lo denunciaban como criminal de guerra.