Acuse de recibo
En estos primeros días de 2023 felicito a los fieles lectores de esta columna justiciera de todos y para todos; y les deseo felicidad, fuerza y paz. Al propio tiempo me entristece inaugurar el año con la denuncia de un mal bastante generalizado e impune en nuestra sociedad, que conspira contra la calidad de vida y el bienestar de nuestro pueblo: la febril contaminación sonora.
Manuel Agustín Padrón Ramírez (Aguilera No. 10, esquina a José Antonio Saco, Palma Soriano, provincia de Santiago de Cuba) denuncia que desde hace ya un tiempo —no precisamente por los festejos de fin de año— en esa ciudad un trabajador por cuenta propia logró hacer en un tráiler una tarima donde monta seis bafles de audio de los grandes. Y la tarima va acompañada de otro carromato donde se expenden bebidas y otros productos.
«Esto, comenta, lo van montando y desmontando por los barrios de la ciudad. La función consiste en poner la música bien alta con el objetivo de atraer clientes a su lugar para que consuman lo que llevan en el otro vehículo.
«Y dice la Dirección de Cultura que esto es un proyecto cultural. Solo ellos lo ven así, y el disfrute de unos no puede sustentarse en la amarga vida de otros. Esta carpa, que es como se le llama, comienza desde la tarde hasta la madrugada. El volumen de la música es bien alto mientras dura la función. Los vecinos: niños, ancianos, trabajadores que viven en los barrios donde se posiciona este engendro.
«A ellos la vida les cambia ya que para entenderse hay que hablar alto. Las casas completamente cerradas y aún así la televisión está de más, no se oye, el ruido lo impide. Y si es cuando llega la noche y queremos descansar no se puede. Las casas vibran por el bajo del audio que resuena por doquier. El cuerpo te vibra de una forma que es imposible captar el sueño. Y una vez que se acaba es imposible dormir. Ya el estrés acústico ha hecho efecto en los vecinos.
«Esto, prosigue, sin contar que las paredes exteriores de las viviendas se convierten en baños públicos, mientras dura la estancia de este mal llamado proyecto de la casa de la cultura».
Cuando Manuel Agustín me escribió hace unos días, el ambulante desparpajo se encontraba ubicado en su barrio hacía seis días.
«Así no se puede vivir, afirma. ¿Hasta cuándo tendremos que permitir esto? El que quiera comprobar si esto molesta o no que plante frente a su casa seis bafles de alto poder de audio y verá qué efecto tiene en su persona».
Ernesto Calero (Calle 24, edificio 2, apto. 1, Jesús Rabí, municipio de Calimete, Matanzas) cuenta que hace alrededor de tres meses se le rompió el refrigerador adquirido en MLC, y con garantía. Llamó a Jagüey Grande, y a los pocos días fueron, y determinaron que se le había escapado el gas, y ellos no prestaban ese servicio. Que lo estipulado es la recogida del equipo y la devolución del dinero a su tarjeta.
Y cuando llamó, le respondieron que estaban escasos de combustible; que no se preocupara, pues en cuanto dispusieran de ese recurso lo recogerían y le entregaban todos los papeles, para que él fuera a la tienda donde lo compró, e iniciara el proceso de devolución del dinero.
La segunda vez que llamó le dijeron que el transporte estaba roto, y le sugirieron la posibilidad de llevarlo por sí mismo. Él les dijo que no tenía dinero ni para alquilar un camión ni para comprar el combustible por la «izquierda», que entonces costaba cien pesos el litro.
Ya a la tercera vez, le plantearon que el equipo no tiene neumáticos delanteros, pues están muy deteriorados. Volvieron a sugerir que si él podía llevarlo. Y Ernesto les reiteró que no disponía de recursos para eso.
«Vivo a más de 30 kilómetros de Jagüey Grande. Y además la recogida del equipo es trabajo de ellos, no mío. Y después de que al fin se lo lleven, tengo que ir hasta Matanzas a la tienda donde lo compré, y esperar un proceso de devolución que debe durar entre 45 y 60 días.
«He tenido la suerte de que una vecina me prestó un refrigerador, porque tiene dos, ya me da pena con ella. No sé cómo resolveré esta situación», afirma Ernesto.