Escena de Los siete contra Tebas, da Antón Arrufat. Foto: Pepe Murrieta Luego de casi cuatro décadas de espera Los siete contra Tebas subió a escena. La pieza, con la cual Antón Arrufat mereciera el premio UNEAC en 1968, fue llevada a las tablas del teatro Mella por Alberto Sarraín en calidad de director invitado de Mefisto, colectivo liderado por Tony Díaz.
Tomando como punto de partida la tragedia homónima de Esquilo, Arrufat concibe un texto de apreciable altura poética e incuestionable eficacia dramática. Sencillez y elegancia devienen constante en la obra del cubano, quien prescinde de los dioses y del cumplimiento de un destino inalterable para dejar las decisiones y los impulsos en el plano humano.
En Los siete contra Tebas, Etéocles y Polinice contienden por el gobierno de la ciudad. Contrariado por la decisión de su hermano de no abandonar el mando, el segundo se apoya en un poderoso ejército extranjero para validar sus derechos. En tanto que Etéocles junto a los ciudadanos tebanos defiende su patria.
Las ambiciones individuales y los intereses colectivos resultan los verdaderos bandos en pugna de la tragedia. El debate de tan esencial polémica dota a la obra de Arrufat de una lucidez realmente infrecuente en nuestro teatro.
Hay que agradecerle a Alberto Sarraín la decisión de afrontar el montaje de un texto mítico, que yacía, injustamente, sin llegar a las tablas. Su puesta llama la atención por la organización en las escenas de masas, el atinado ritmo o la correcta utilización de los espacios. Entre sus méritos se cuenta el interés por encontrar soluciones que aporten al juego teatral en aras de acercar el texto del Premio Nacional de Literatura a los gustos y las costumbres del espectador contemporáneo. Sin embargo, pese a estos aciertos, el espectáculo no cristaliza del todo y en ello interviene de manera decisiva la faena de los actores. Secundado por una tropa mayoritariamente joven e inexperta, Sarraín no alcanza a fraguar una propuesta mucho más sólida e impactante debido a que uno de sus principales vehículos comunicativos —los intérpretes— carecen de la brillantez y el oficio exigido.
Al igual que en el montaje de Morir del cuento, del maestro Abelardo Estorino, el director contó con un equipo de colaboradores de primera línea. La escenografía de Jesús Ruiz sobresale por la majestuosidad y proclividad a sugerir el entorno de la ciudad sitiada. Apelando a tonos y texturas capaces de crear un clima acorde al acontecer de la tragedia, Ruiz concibe, al mismo tiempo, una disposición espacial que facilita el movimiento de los actores. El vestuario de Eduardo Arrocha se destaca por su sobriedad y capacidad para distinguir a los personajes o perfilar las clases sociales, combina, además, la recreación de los atuendos griegos con atavíos bien cotidianos, al tiempo que recurre a colores severos muy a tono con la naturaleza del acontecer. Carlos Repilado contribuye, con el diseño de luces, a reforzar el clima de tensión reinante; en tanto que Jomary Echevarría acude a citas de recordados filmes y juega con una sonoridad contemporánea que insinúa el entorno griego. La música de Echevarría es inteligentemente apoyada por las rondas y los fragmentos cantados por los actores.
Amén de la mencionada impericia de buena parte del elenco, lo cierto es que la contienda de Los siete contra Tebas más que en el terreno de las pasiones se verifica en el plano de las ideas. Esto contribuyó al desigual desempeño de los intérpretes. No son hombres y mujeres comunes y corrientes los que batallan aquí, sino todo lo contrario: las pequeñas y alcanzables aspiraciones de los individuos de a pie están excluidas en esta pieza, cosa esta en la que a mi juicio influyó el quehacer interpretativo.
En cuanto a las individualidades justo es mencionar la labor de Daisy Sánchez. Presencia física, intensidad y oficio se combinan en el accionar de la actriz, quien supo hallar el tono elevado que reclama la tragedia. Jorge E. Caballero y Rayssel Cruz aportan al juego teatral gracias al trabajo corporal. Falconeris Escobar encara con una mezcla de naturalidad y extrañeza al personaje de Cassandra. Enrique Estévez realiza un visible esfuerzo. Su faena se verifica sin el brillo que exige un protagónico de esta naturaleza. La voz que se resiente cuando ataca los tonos altos o los pasajes más intensos, la ausencia de una verdad que nos involucre a todos y, muy en especial, su escasa experiencia, se unen en su contra. Otro tanto ocurre con Harold Vega, a quien le faltó interiorización, creencia y vigor para convencernos de sus dilemas y argumentos. Zahili Moreda resulta apagada, carente de esa majestuosidad y parsimonia inherente a la criatura que encarna.
Con el estreno de Los siete contra Tebas, el teatro cubano salda una antigua deuda. Sin alcanzar las cotas de calidad que un texto de tanta altura y rigor merece, la puesta de Sarraín cuenta con aciertos y una dignidad, en verdad, apreciable.