El amor está arraigado en nuestro ser corporal y, en este sentido, se puede decir que el amor precede a la palabra
El corazón tiene razones que la razón ignora.
Blaise Pascal
«En la compleja textura del amor se entretejen hilos muy diversos, que abarcan desde lo biológico sexual a lo mitológico o imaginario», resume el filósofo francés Edgar Morin en un artículo publicado en 1998, en el que describe los elementos que articulan el amor.
El análisis parte de una visión antropológica, pero no descarta la experiencia vivida porque no se trata de un objeto de estudio que pueda existir fuera de nosotros, los sujetos que lo racionalizamos, casi siempre «sujetos» a su poder sobre nuestras conductas y otras emociones.
El reconocido teórico francés llama la atención sobre el sentido opuesto entre las palabras que usamos para expresar el amor y esas otras tan frías que empleamos para hablar de él simplificándolo, traicionando su calidez y complejidad.
«El amor es en cierto modo “uno”, como una tapicería tejida con hilos extremadamente diversos y de diferentes orígenes», dice. Detrás de la unidad de un “te amo”, hay una multiplicidad de componentes modulados por el contexto cultural, y es su asociación lo que da coherencia a esa expresión: componentes físicos e imaginarios… ambos de mucho crédito, porque son parte de la realidad humana.
«El amor está arraigado en nuestro ser corporal y, en este sentido, se puede decir que el amor precede a la palabra. Pero el amor está al mismo tiempo arraigado en nuestro ser mental, en nuestro mito, lo que evidentemente supone el lenguaje, y se puede decir que el amor procede de la palabra», enuncia el experto en teorías de Complejidad.
Hay culturas en las que no se habla de amor, nos recuerda. Y acaso porque no ha emergido conceptualmente, ¿no existe en ellas ese sentimiento? Tanto si la literatura es constitutiva del amor como si lo vuelve visible y activo, es en la palabra «donde se expresan a la vez la verdad, la ilusión, el engaño que pueden rodear o constituir el amor».
Los constituyentes físicos del amor lo preceden en la naturaleza, en la innegable afectividad presente en la vida animal: la lealtad de algunas especies, el besuqueo de los pájaros, el calor que los mamíferos comparten piel a piel…
Sin embargo, la unión en la separación (y viceversa) es lo que caracteriza al amor de pareja en nuestra especie: «La hominización ha conservado y desarrollado en el adulto humano la intensidad de la afectividad infantil y juvenil». Los mamíferos la expresan en la mirada, la boca, la lengua, el sonido… pero en el mundo humano incorporamos el beso.
La hominización del amor aporta un elemento diferenciador: la permanencia de la atracción sexual más allá de períodos de celo en la hembra para garantizar la reproducción. Como el rostro juega un papel extraordinario en nuestro complejo modo de amar, eventualmente surge el cara a cara amoroso, y también la intensidad del coito aumenta tras los estados de exaltación y éxtasis que provoca el consumo de sustancias de efecto síquico, como bebidas fermentadas, asociadas a fiestas y ceremonias.
El interesante artículo publicado en el número 14 de la Gazeta de Antropología describe el proceso para que estos ingredientes cristalizaran en el amor de Occidente que conocemos hoy, y ubican su cúspide en la civilización ateniense del siglo V, cuando la sacralidad del mundo imaginado de los dioses comulgaba con la trivialidad humana y la adoración de lo divino podía proyectarse sobre un individuo real, objeto de la fijación amorosa.
El amor sería entonces ese encuentro de lo sagrado y lo profano, lo mitológico y lo sexual. El culto a un sentimiento que nos rebasa a través de la relación con otro individuo, en particular durante cierto tiempo: «En el momento en que llega el deseo, los seres sexuados se ven sometidos a una doble posesión que viene de mucho más lejos que ellos y que los sobrepasa. El ciclo de reproducción genética, que nos invade por el sexo, es a la vez algo que nos posee súbitamente y que nosotros poseemos: el deseo».
A esa primera posesión le sigue otra que nace de lo sagrado, lo mitológico, aprendida también de las anteriores generaciones. Así, «estamos doblemente poseídos y poseemos aquello que nos posee, considerándolo física y míticamente como un bien propio».
Esa contradicción entre «la salvajez del deseo y la fascinación del amor» no viene de la naturaleza, sino del diálogo con el siempre cambiante orden social, y es más diversa y compleja que las reglas naturales de jerarquía para el coito que han mantenido estables las especies.
La próxima semana explicaremos la visión de Edgar Morin sobre este fascinante tema.