Hay personas atrapadas en situaciones de violencia física o sicológica contra su voluntad que tienen miedo de gestionar el cambio
El dolor es inevitable, el sufrimiento es opcional.
Buda.
El que por su gusto muere, la muerte le sabe a gloria. Cientos de veces escuchamos ese refrán, y aunque recoge una verdad innegable lo usual es que nos preguntemos: ¿Por qué elegimos sufrir en lugar de aprender y soltar el pasado?
¿Cómo alguien en su sano juicio y con recursos para rencaminar su vida, cae una y otra vez en situaciones que le dejan emocionalmente por el piso? ¿Qué recompensa esa actitud? ¿Por qué rumiar las malas experiencias en lugar de agradecer lo bueno que disfrutamos hoy o nos depara el futuro?
Hay personas atrapadas en situaciones de violencia física o sicológica contra su voluntad que tienen miedo de gestionar el cambio porque puede costarles la vida o la integridad de las personas que aman. Esos casos superan las estadísticas y necesitan apoyo para romper el círculo y ponerse a resguardo.
Las leyes que regulan los procesos de justicia y los proyectos de Código de las Familias, Civil y Penal se toman muy en serio estas situaciones y dictan acciones para contrarrestarlas. A la par, se materializa una red institucional y virtual para dar atención clínica y social a las personas violentadas.
Pero hay otro sufrimiento del que sí es posible salir, y sin embargo hay quienes eligen ese martirologio como estilo de vida para cosechar un amor viciado o cumplir con estereotipos culturales que «premian», por ejemplo, a la esposa abnegada, la madre que soporta todo, el hombre que trabaja «hasta caer muerto», la «suerte» de conservar una pareja…
Ese sufrir por sufrir, ese prolongar una apreciación tóxica de la vida para no salir de la zona de (dis)confort y arriesgarse a lo desconocido, es un mecanismo que compromete la salud de quien lo ejecuta, y de quienes le escuchan quejarse una y otra vez y dan consejos sin apreciar interés en superar el drama.
Aunque suene paradójico, el sufrimiento seduce y llega a ser adictivo cuando trae aparejadas ganancias secundarias que la persona no quiere dejar ir, como etiquetas (si soy inútil no tengo que esforzarme por hacer nada bien); compensaciones tácitas (mi pareja es infiel, pero me trae regalos para acallar su culpa) o frenos subjetivos (fumo para calmar el estrés de no tener dinero… aunque gaste la mayoría en fumar).
Los anteriores son apenas ejemplos típicos. Cada quien conoce sus grietas para autocompadecerse y rumiar problemas en lugar de enfrentar las causas y hallarles solución, pero hay quien lo convierte en hábito peligroso y hace de su sacrificio una inversión emocional para reclamar favores o imponer criterios.
Mejor ponerse colorado de una vez que amarillo todos los días, reza otro proverbio que ilustra muy bien el camino para salir de esa posposición quejosa que algunas personas esgrimen como derecho para irritar a los demás y salirse con la suya.
De ahí surge el símil de «amarillarse» como referencia a un estado de inacción por conveniencia o miedo al cambio, propio de quienes no creen en recompensas a largo plazo o prefieren perpetuar el conflicto (a pesar del costo físico) para compensar sus vacíos, en lugar de esforzarse en llenarlos.
Para esas personas, sufrir es una respuesta adaptativa, un modo de predisponer el entorno a su favor. Aun partiendo de una patología o un infortunio real, manipulan sus condiciones para no resolver sus carencias con la pareja, la familia, colegas, directivos y gente de la comunidad, que terminan lidiando con la egoísta subjetividad de seres irónicamente irrespetuosos de los problemas y dolores ajenos.
Una prueba de ese abuso es que si el viento gira a su favor se sobreponen a sus malestares para disfrutarlo, pero si alguien les hace ver que pueden salir de ese círculo definitivamente, o que están arrastrando a otros en su embudo, incrementan su queja y tildan de insensible a quien hizo la observación, apelando a la lástima de terceros para negarse a un diálogo sobre su parte de responsabilidad al prolongar sus malestares.
El sufrimiento no es una emoción primaria, como el dolor o la tristeza. Es algo aprendido y se puede desaprender antes de que defina el carácter o perjudique al cuerpo físico y energético de la persona que lo practica, y a su entorno.
Cuando se trata de menores, es muy importante educarles en alternativas saludables para lidiar con sus desventajas, de modo que puedan valerse entre sus parientes y en la sociedad sin demandar inmunidades basadas en carencias, porque las personas son empáticas con el dolor ajeno, pero repudian a quienes hacen del sufrimiento una vía para obtener dividendos, así sea cuidados y tiempo de los demás.
Dejar de sufrir es posible. A todo el mundo nos pasan cosas buenas y malas, y de estas aprendemos para avanzar. Apegarse a las emociones es un lastre que corrompe y resta vida. Si dejamos que la negatividad campee en nuestra alma como si fuera su casa, estaremos negando espacio a la felicidad, que es un derecho natural por el que vale la pena dejar de sufrir.