El espacio televisivo Rompiendo el silencio, que transmite en estos momentos su segunda temporada, pone el dedo sobre la llaga de algunas de esas muestras de violencia doméstica que, en diversos sentidos y grados, es, lamentablemente, violencia cotidiana
La violencia de género, y de otros tipos existentes desde que el mundo es mundo hasta hoy, donde los avances civiles y sociales no parecen reñidos con esas prácticas criminales en las familias, los matrimonios y otros núcleos, merece ser denunciada y punida por la ley.
El miedo, la autorrepresión y las dependencias económicas o afectivas hacen que las víctimas se callen, no revelen tales actitudes que muchas veces conocen desenlaces fatales.
Un espacio como Rompiendo el silencio (CV, martes, 11:00 p.m. aproximadamente; CVHD, domingos, 8:30 p.m.), que tuvo su primera entrega en 2016, urgía en la batalla por concientizar a la población, como quiera que, bien se sabe, cualquiera puede tener entre sus parientes o amistades un caso como los que recrea la serie en sus diferentes episodios (uno independiente cada semana).
Dirigidos en esta segunda temporada por Rolando Chiong y Legna Pérez Cruzata, quienes se apoyan en los guionistas Lucía Chiong, Mariela López y Yazmín de Armas, la asesoría especializada de Marileen Díaz y dramatúrgica de Marisel Pestana, los dramatizados que hemos visto tienen en común el hecho —y el acierto— de poner el dedo sobre la llaga de algunas de esas muestras de violencia doméstica que, en diversos sentidos y grados, es, lamentablemente, violencia cotidiana.
El director general, Rolando Chiong, con una de sus actrices, Tahimí Alvariño.
El primero de ellos, Aurora, seguía la torcida relación entre dos hermanos; él, cincuentón prepotente y machista, abusó de ella (menor) cuando jóvenes, y ese vínculo enfermizo y controlador ha proseguido hasta el momento: Heriberto la maltrata, la cela, muestra contradictorios sentimientos de amor/odio, la somete a caprichos y veleidades y, pese a fingirlo, es incapaz de mantener una unión de pareja con otra mujer sin que al final brote su verdadera personalidad cruel.
La poca duración de estos capítulos impide que a veces las caracterizaciones y proyecciones de los personajes se trabajen de manera más profunda y matizada desde el punto de vista dramatúrgico; en este caso, digamos, la tendencia de Heriberto al exhibicionismo respecto a tener una relación, la imposibilidad de un comportamiento normal, pleno con esta, que incluye la intimidad, aun cuando asociemos todo ello a sus traumas e incestuosos sentimientos hacia la hermana, no quedan claros en el diseño de personajes. Tampoco se profundiza en las causas del mutismo de la protagonista, su casi resignación al sometimiento y el sufrir hasta que por fin se decide a romperlos.
Pero el episodio exhibe, no hay dudas, fuerza y solidez en la conformación tanto narrativa como escénica del conflicto, una edición inteligente, una planimetría que permite el acercamiento minucioso a las aristas del asunto, incorpora música y fotografía adecuadas y se sostiene en convincentes desempeños del mismo Chiong, Daisy Quintana y Beatriz Viñas.
Tras ese prometedor arranque se imponía subir —o por lo menos mantener— la parada, algo que ha hecho en términos generales Rompiendo…, el cual también derriba clisés y convencionalismos a la hora de abordar audiovisualmente temas tan complejos y sensibles, y prejuicios sobre focalizaciones tajantes como exige la mayoría de estos.
Cruz Pérez y Cristina Obín en uno de los mejores momentos de la serie, Efugio.
Uno de los mejores, a juicio de quien escribe, es Efugio, que aborda el tan recurrente ítem del maltrato dentro de la pareja, aunque lo desborda para enfocarlo también, como de pasada pero de modo nada superficial, hacia otras relaciones: entre madre e hija, ya mujeres mayores e impedidas, quienes en sus recuentos, dejan ver fisuras dentro de su convivencia, atropellos sicológicos, autorrepresiones, intolerancia…
Mientras ayudan a una vecina, sistemática víctima de su abusivo esposo, con la reticencia pero final aceptación de la hija discapacitada, esas señoras aun muestran tiranteces y rencores, que si bien no impiden un evidente amor filial, acusan una historia de disgustos y malos tragos.
Si bien el inteligente y sutil guion detenta ciertos giros abruptos y algo desconcertantes —sobre todo al final— no puede negarse que este da pie a una puesta sólida y no menos elegante, que se apoya, además de en una soberbia dirección de arte y en planos reveladores, en las actuaciones convincentes y seguras de Cruz Pérez, Cristina Obín e Irela Bravo.
El bullying o acoso adolescente y escolar tuvo su espacio en el programa mediante el episodio Libre, en el que se fustigan errores p(m)aternos en la educación de los hijos en esas difíciles etapas (machismo y homofobia internalizados, estereotipos en la concepción de la «hombría», reduccionismo y autoinferioridad, además de victimización propia de la mujer, etc.), sin olvidar falencias e ineficientes políticas en las directrices educativas de la escuela.
La escritura, sin embargo, no consiguió esta vez un perfil más riguroso en la conformación de los caracteres, aterrizó en cierta medida dentro del habitual maniqueísmo acerca de personajes negativos/positivos y apresuró o forzó situaciones que parecían dejarlo todo al clímax, como cierre inevitable que devino predecible.
Mucho mejor se proyectó la violencia infantil y adolescente dentro de familias con el matriarcado como célula imperante, en dos episodios que discursan sobre sendas caras del problema, con un perfil semejante: la responsabilidad de la madre en la educación, el cuidado, la salud y a veces hasta la propia vida, en juego ante actitudes irresponsables y carencias o traslados afectivos.
En el primero de estos relatos (Potestad), la violencia se ejerce entre hermanas que han conocido una temprana orfandad, la mayor se ve obligada a sustituir a la madre ausente, mas se torna sobreprotectora e invasiva, lo cual nubla un tanto sus buenas y amorosas intenciones para con la consanguínea de menor edad, inmadura e incapaz de asumir y llevar a cabo la difícil responsabilidad familiar y social que implica la maternidad; ante esto, aquella impone de nuevo el remplazo y, desplazando literalmente a la madre, hace del sobrino un hijo, hasta que asistimos a la toma de conciencia de la hermana y el reclamo de sus derechos… pero también el ejercicio de sus deberes.
El otro texto televisual, titulado de modo muy expresivo Desamparo, pulsa cuerdas todavía más graves, al seguir a una joven progenitora que desatiende a sus hijos —hembra mayor que remplaza entonces el rol materno, varón enfermizo y por ello quizá de presencia y proyección algo feminoide— por ejercer la prostitución que, según ella, resulta inevitable para alimentar a la familia toda, que incluye a la abuela de los niños, enferma en fase terminal.
Ambos capítulos se caracterizan por la cuidadosa dramaturgia, la esmerada edición, que superpone y alterna rigurosamente los estratos cronotópicos y por notables desempeños, en este segundo caso sobre todo de Ana Gloria Bouden, los niños María Fernanda y Abraham Valdés, cuya espontaneidad y desenfado contrastan con la sobreactuación de Neysi Alpízar, como la madre despreocupada, también heredera de soledades y descuidos.
Restan capítulos de Rompiendo el silencio, y algunos incluso ya transmitidos han quedado al margen de esta valoración por las consabidas razones del espacio, por lo cual habrá que volver sobre la serie, la cual, más allá de logros y pretensiones, de resultados artísticos desiguales, deviene espacio más que necesario para combatir desde esa importante trinchera mediática, el flagelo, por desgracia, aún recurrente de la violencia, monstruo de tantas caras y manos.