Con 31 años y junto con 164 colegas, el joven doctor Leandro Castellanos Vivancos salió por primera vez de Cuba para enfrentar en Sierra Leona a un adversario poco común
CIEGO DE ÁVILA.— El teléfono sonó y nadie en la casa tuvo el presagio de que fuera algo importante. La insistencia del timbre se tomó por una de esas llamadas en la que pronuncias un «¿qué tal?, ¿cómo estás?», hablas un rato y cuelgas. Sin apartar la vista de la televisión, el doctor Leandro Castellanos Vivancos levantó el auricular.
Pronunció un «oigo» con tono soñoliento, propio del letargo de las vacaciones, y enseguida escuchó la voz del doctor Jorge Jiménez, director del Hospital Provincial Antonio Luaces Iraola. «Leo, ¿tienes puesto el noticiero?», le preguntó. Leandro se inclinó en el sillón, empezó a disminuir el volumen del equipo y respondió: «Sí, ¿qué pasa?». «¿Estás viendo lo del ébola en África?».
El médico se concentró por unos segundos en el reporte. Oyó la cifra de los muertos y la manera en que se extendía la epidemia. En segundos vio las escenas de personas muertas, unos hombres sacando un cadáver de dentro de una bolsa de color pálido; vio también los ojos de un niño con el rostro desamparado. Y se acomodó el auricular para decir: «Sí, estoy viendo las noticias. ¿Qué hay?».
«Hacen falta clínicos para ir a Sierra Leona, es una misión contra el ébola —contestó Jiménez. No se me ocurre más nadie que tú y el doctor Roberto Rodríguez. ¿Tienes algún problema, estás dispuesto a ir?». Leandro miró a su esposa, que se mecía a su lado en el otro sillón, ajena a la noticia. Repasó la tranquilidad del hogar y dijo: «Sí, yo voy. No hay problemas».
II
Casi un año más tarde, terminada su primera misión y su primer viaje fuera de Cuba, el médico confiesa que aquel fue un sí a lo cubano. «¿Y cómo es un sí de esos?», le pregunto. De estatura mediana, más bien bajito, y cubierto con un pulóver ajustado al cuerpo, el joven galeno apoya las manos sobre la silla. «Como nosotros damos el sí en una situación de ese tipo —explica. Das la aprobación. Estás consciente de que no sabes lo que encontrarás en el camino, pero tienes la convicción de que vas a llegar. No sabes cómo, pero lo vas a hacer».
—¿Después no meditaste mejor la decisión? ¿No pensaste en que casi ibas a una muerte probable?
—La decisión estaba tomada, y yo tenía la convicción de que iba a regresar. Claro, al comienzo no tenía claridad de adónde iba.
—¿Cuándo fue que tuviste una noción real del peligro con que iban a convivir?
—A nosotros nos prepararon en el Instituto de Medicina Tropical Pedro Kourí (IPK) y otras instituciones médicas. En el IPK presentaron documentales, estadísticas, informes…, y un personal de la Organización Panamericana de la Salud y de la Organización Mundial de la Salud nos impartió conferencias.
«En su mayoría eran médicos británicos y norteamericanos. Habían estado en África y conocían bien al ébola. Recuerdo que al enseñarnos un video casero, tomado en un lugar infectado por la epidemia, con imágenes duras, un norteamericano empezó a darnos recomendaciones de cómo protegernos. En medio de la disertación, uno de nosotros pidió la palabra y preguntó: “¿Y cómo usted se salvó?”.
«El hombre comenzó a explicar, más bien a insistir en que el riesgo disminuía si cumplías las medidas de protección; pero aseguró que, con todo, el peligro de muerte era grande. Al final se viró para el compañero y expresó con firmeza: “...y si le pasa algo, es porque quiso. Usted va voluntario. Es su decisión”. Ahí yo me acomodé en la butaca y me dije a mí mismo: “Bueno...”».
—¿Sentiste miedo?
—No.
—¿Nunca pensaste en que te podía tocar?
—No debía sucederme nada, si cumplía con las reglas de seguridad. Ahora, miento si digo que salí sin ninguna aprehensión. En un documental se presentó un experimento con unos monos inoculados con ébola. Lo alarmante es que otros primates, ubicados en jaulas a diez metros de ellos, también murieron infectados por el virus. Y ahí sí tuve una preocupación grande. Que el ébola mutara y empezara a propagarse por el aire y no por contacto. Esa sí fue la alarma que tuvimos todo el tiempo.
III
—Al mencionar un país con ébola, enseguida uno imagina personas asustadas, comercios cerrados, barrios y poblados desiertos. ¿Eso fue lo que encontraron en Sierra Leona?
—Nosotros llegamos el 2 de octubre de 2014, después de un viaje de nueve horas sin escalas. Al llegar la percepción de riesgo todavía era baja. Había inquietud en la población, pero la gente actuaba como si no le fuera a pasar nada. Freetown, la capital, se encontraba llena de carteles donde se leía: «Ebola is real», pero pocos le hacían caso. El escepticismo se acabó cuando empezaron a morirse las personas delante de todos.
—¿A ti te pasó?
—Sí, un día íbamos por la calle con otros compañeros y una muchacha se desplomó en una gasolinera frente a nosotros. Alguien se abalanzó a ayudarla y una persona lo agarró por el abdomen. «¡No lo hagas, no lo hagas, te puedes morir!», le gritaba. Créeme, en un momento los carteles no hicieron ninguna falta.
—Cuando viste por primera vez a los enfermos con ébola, ¿apreciaste en ellos algo diferente que en otros pacientes en situación de gravedad?
—A primera vista un paciente con ébola no se diferencia de un enfermo grave, contagiado con una infección viral como, por ejemplo, el dengue. Ambos permanecen tendidos con fiebre alta, sin deseos de moverse.
«Los vi por primera vez al poco tiempo de llegar, en el Hospital de la Policía de Freetown. Fuimos allí a un entrenamiento en situación real. Nos pusimos los trajes y caminamos por una sala con camas a ambos lados del pasillo.
«Cuando pasábamos, no hacían ningún movimiento. Lo que sí me llamó la atención fue el brillo en los ojos. Tenían miedo. No sé si por la cercanía de la muerte o por ver a unos tipos disfrazados de extraterrestres. Lo único que escuché decir a algunos, casi en un murmullo fue: “Que Dios los bendiga”».
—¿Es cierto que ustedes le decían la danza de la muerte a los movimientos que hacían al quitarse el traje de protección?
—Alguien le puso así en algún lado (se ríe); pero en Port Lock, la comunidad adonde me destinaron con un grupo de compañeros, no le decíamos ningún nombre. Lo que sí no te podías equivocar. Violabas una regla o rasgabas la cubierta con un palo o un clavo, abrías un huequito sin darte cuenta, y estabas sentenciado.
—¿Cómo hacías para no caer en una situación de esas, de verte con el traje roto en medio de pacientes con ébola?
—No apurarme, meditar cada movimiento antes de hacerlo, observar bien el lugar... De todas formas, siempre uno de los momentos de mayor peligro era al quitártelo.
—¿Por qué? ¿De verdad era tan complicado?
—La complicación es que terminabas de trabajar y tenías el virus encima. Había que cumplir muy bien el protocolo, y hacerlo era como para volverse loco. Con nosotros siempre había un supervisor. Primero retirabas la careta facial. Delante de un espejo, bajabas el zíper sin quitarte el gorro. Entonces llevabas el traje hasta la cadera con unos movimientos del cuerpo; extendías las manos y empezabas a quitártelo pisoteándolo con las botas. Seguías con la mascarilla facial. Para sacarme los dos pares de guantes, viraba el rostro y los retiraba sin mirar. Las botas eran lo último, después de fumigarlas. Y antes de dar cada paso, siempre había que lavarse las manos.
—¿Nunca se te olvidó un paso?
—Mira, el ébola no da chance. Para infectarte, solo necesitas que una partícula de saliva o sudor se te pegue al cuerpo. Si te contagias, solo con una, la más chiquita, la seguridad de morir, por lo bajito, es del 70 por ciento. Hablando en lenguaje beisbolero, nosotros no podíamos permitir ni un hit, ni una carrera, ni tampoco un error. Estábamos obligados a hacer el juego perfecto.
IV
«¿Lo del paludismo? —dice Leandro. Eso fue como a los tres meses de estar en África. ¿Qué cómo fue? Dos golpes de fiebre muy alta y espaciados. Al primer ataque no pensé en una complicación. Imaginé que era algo respiratorio. En Sierra Leona hay un fenómeno atmosférico, que los nativos llaman Almazán. Eso es una tormenta de arena que viene del desierto y crea afectaciones respiratorias con fiebre alta.
«Pero ya al segundo golpe de fiebre, hicieron la prueba. Al traer el resultado, todos me miraron: el papel indicaba que no era paludismo. Entonces aseguré: “No es ébola, esto es un paludismo”.
«¿Por qué estabas tan seguro? Yo no había violado ninguna regla de seguridad. Los contactos con los pacientes siempre fueron con los medios de protección. Tampoco toqué a alguien con posibilidades de portar el virus. Siempre me mantuve en la zona de aislamiento, al igual que mis compañeros. No, yo no tenía dudas y se lo dije a los médicos británicos que me recibieron en Freetown al bajarme de la ambulancia. “Colegas —les dije en inglés—, estoy convencido de que no es ébola”.
«Muy educados, me llevaron a un cuarto aislado. Entonces los papeles cambiaron. Ahora el que permanecía atontado por las fiebres era yo, sin deseos de hablar ni hacer nada, viendo pasar a unos tipos con trajes de cosmonautas. Si no tenía el ébola, al menos estaba en la zona de candidatura. Mi hicieron la PCRC (Reacción en Cadena de Polimerasa), la prueba que determina el genoma del virus. Al rato trajeron el resultado. Ya me había olvidado del tiempo. No sabía si habían pasado horas o minutos. Sin moverme, con la cabeza recostada hacia atrás, pregunté: “¿Qué es?”. El “cosmonauta” dijo: “Es paludismo”. Sonreí y enseguida me entró un sueño muy grande».
V
—¿La costumbre de andar tanto tiempo cerca del peligro, no los llevó a verlo como algo normal y de ahí caer en el exceso de confianza?
—Ese sí era un peligro grande. En una situación límite, andar tenso todo el tiempo te puede bloquear; pero tampoco puedes confiarte porque enseguida viene el error. El problema está en lograr el equilibrio. Por eso era importante relajarse.
—¿Cómo lo hacían? ¿Paseaban, visitaban algún lugar...?
—Nosotros no debíamos salir de paseo. Además estábamos en las afueras de Port Lock, en un lugar parecido a un potrero, prácticamente sin hierbas y con la vegetación quemada por el fuego. A partir de ahí, no había nada más.
—¿Y en esas condiciones, cómo te relajabas?
—Jugando taquito, fútbol..., hacer mucho ejercicio o escuchar música.
—Por la televisión pasaron un reportaje de niños huérfanos que sobrevivieron a la epidemia y, al regresar, encontraron sus casas vacías porque sus familiares estaban muertos. ¿Ustedes presenciaron algo así?
—Nosotros atendimos un muchacho de 19 años, que le pasó eso mismo. Salió del hospital de campaña con una cara de felicidad tremenda y al llegar a su casa no encontró a nadie, ni a su familia, y prácticamente a ningún vecino.
—Dicen que la misión del médico es ganarle la mayor cantidad de peleas posibles a la muerte. Sin embargo, ustedes se enfrentaban a una enfermedad que daba pocas oportunidades. ¿En algún momento se sintieron impotentes?
—El ébola es letal y no se puede jugar con él; pero puede controlarse. Su período de incubación es de 21 días. Un paciente que pase del sexto día tiene posibilidades de salvarse. Cuando la brigada cubana llegó a Sierra Leona la mortalidad estaba en un 80 por ciento, y logramos reducirla a 30.
«Al principio veías todos los días en el mural: siete u ocho muertos, ningún sobreviviente. Después, con el tiempo, ya leías algo así como: siete muertos, dos sobrevivientes, hasta que un buen día empezaste a leer: cero muertes, siete sobrevivientes. Ahí nos dimos cuenta de que estábamos ganando la pelea».
—¿Por qué en unos países la epidemia se controló más rápido que en otros?
—El problema está en la prevención y la asistencia rápida. Si no tienes la cobertura médica, no puedes actuar con prontitud ni transformar hábitos, como las costumbres religiosas. Para que tengas una idea, el cadáver de una persona muerta por ébola se convierte en un semillero del virus. En la ceremonia de entierro, los familiares rociaban el cuerpo con agua para purificarlo. Después, ese mismo líquido, los presentes se lo echaban encima para adquirir la fuerza del muerto. Lo que de verdad hacían era bañarse con ébola.
—¿A cuántas personas salvaron ustedes?
—En Port Lock a unos 400 enfermos. Se dice fácil, ¿eh? Imagina trabajar dos horas y media por la mañana y el mismo tiempo por la tarde con el traje encima, día tras día y con una temperatura terrible. Una vez la buscaron por Internet y daban 43 grados a la sombra.
Leandro con su esposa, Siurys Mata Rieumont, y su mamá, Maritza Vivancos Sánchez.
—¿Recuerdos tristes de la misión?
—Los enfermos que no pudimos salvar.
—¿Y el muchacho que volvió a su casa y no encontró a los padres? ¿Ese no es un recuerdo triste?
—Ese y otros parecidos; pero al menos él pudo amarrar la cinta.
—¿Amarrar la cinta...? ¿Qué cinta?
El joven toma su celular. Pasa el dedo varias veces por la pantalla y finalmente dice: «Aquí está» y la muestra. En la imagen el médico aparece agachado y con los brazos abiertos. Detrás de él hay un túmulo pintado de blanco con las banderas de Estados Unidos, Reino Unido y Cuba, los países que tuvieron médicos en Port Lock. Y al lado, un arbusto de mango lleno de cintas de todos los colores.
La foto preferida. Leandro, agachado, delante del Árbol de la Vida. Cada cinta es una vida salvada. Foto: Cortesía del entrevistado
—Le pusimos el Árbol de la Vida. Al llegar estaba desnudo. Días más tarde acordamos que, al salvarse y recibir el alta, cada paciente fuera allí y amarrara una cinta. A los seis meses estaba repleto (Leandro revisa la imagen). ¿Viste cómo hay? En África tomamos muchas fotos (la vuelve a mirar unos segundos). Pero esta es mi preferida.
Países de África Occidental donde brigadas médicas cubanas ayudaron a combatir brotes de ébola.
Con el doctor Leandro, de Ciego de Ávila, 12 profesionales de la Salud integraron la brigada cubana que enfrentó al ébola en África. Ellos son los licenciados en Enfermería Francisco Martínez López, Ángel Moya Brizuela, Ángel Eduardo Domínguez Allen, Ramón Esteban Ferral Llanes, Heriberto Delfín Guillerme Felipe y Yoelkis Alayo Soler. También enfrentaron el virus el epidemiólogo José Luis López González, el dermatólogo José Ángel Benítez Álvarez y los doctores Raúl Alberto Escobar Almuñez, Roberto Rodríguez Cruz y William Alonso Valdés.
Desde que se produjera el primer caso de ébola en Guinea en diciembre del 2013 hasta la fecha, la Organización Mundial de la Salud ha registrado 27 001 casos, de los cuales 11 132 han muerto.
A principios del 2015, Liberia registraba menos de una decena de casos por semana, pero pasaron cuatro meses hasta que pudo ser declarado el 9 de mayo país libre de ébola.
En enero, Liberia tenía unas cifras similares a las que actualmente presentan Guinea y Sierra Leona, y le llevó cuatro meses llegar a cero.
Según advierten fuentes de la OMS, la epidemia, en el caso más ideal, se podría acabar en septiembre, pero de acuerdo con las circunstancias actuales podrá extenderse hasta fines de 2015.
Cuba brindó su ayuda y colaboración médica con 256 especialistas, que regresaron a la Patria tras casi seis de meses de lucha contra el virus en esa región del planeta.
El virus del Ébola (EVE) es una enfermedad viral hemorrágica que tuvo su primer brote en 1976 en el Congo. Es una enfermedad grave, con una tasa de letalidad de hasta un 90 por ciento y ante la cual no existe ni tratamiento específico aprobado ni vacuna alguna.