El Tintero presenta una muestra de la antología Faz de tierra conocida, publicada por Letras Cubanas en 2010, y que puede encontrarse en la red de librerías del país. La ofrecemos con una nota introductoria del compilador, Yamil Díaz
Cuando por fin tuve delante las cuartillas ya limpias de Faz de tierra conocida, inevitablemente recordé a Tamara Sáez. La conocí el 1ro. de septiembre de 1983 a las ocho de la mañana; como a las ocho y cinco me enamoré, y ya a las ocho y diez había decidido convertirme en poeta. La pobre soportó durante medio curso aquellos torpes remedos de las Rimas de Bécquer; pero tuvo el buen tino de no acceder a mis reclamos. Así que todo se diluyó como dictó la adolescencia. Aunque eso sí: cuando dejé de amarla para siempre, ya amaba para siempre a la poesía.
Esto no es, no puede ser, un prólogo. Cuando más un aviso, una honda reverencia, o una declaración de amor a la poesía escrita en Villa Clara durante los últimos decenios y, por supuesto, un testimonio de gratitud hacia aquella muchacha.
En septiembre de 1983, mi idea de la literatura no iba más allá de Bécquer, el Cucalambé, o lo que me enseñaban en la escuela. No imaginaba que en mi propia ciudad existía la revista Contacto o la hoja literaria Brotes, donde un par de poemas —La casa a cuestas, de Frank Abel Dopico, y Un cuarto en el Hotel América, de Arístides Vega— después me estremecieron, como solo estremecen los descubrimientos. ¿Cómo podría suponer que un día la UNEAC provincial iba a encargarme una antología de la poesía villaclareña? No sospechaba entonces que, a la vuelta de años, muchos de esos poetas encabezarían la lista de mis mejores amigos; que editaría parte de sus poemarios; que mis propios poemas irían a parar a Huella, Signos, Umbral o las editoriales Capiro y Sed de Belleza; que Jorge Luis Mederos «Veleta» se refugiaría durante meses en mi casa; que me convertiría en padrino de la hija de Ricardo Riverón o que despediría el duelo de Carlos Galindo Lena.
Por todo eso, esto no puede ser un prólogo. Al menos la tarea de emprender un estudio de los textos contenidos aquí, no está al alcance de una crítica tan cómplice, que dejaría de ser crítica. Dicha misión se la reservo a Carmen Sotolongo, quien la cumplirá lúcidamente en el epílogo. Mis opiniones van implícitas en el acto de la selección.
Debo avisar a los lectores, eso sí, que tomé como fecha de partida 1976, año en que la división político-administrativa desmembró en tres Las Villas e «inventó» la provincia de Villa Clara. Independientemente del lugar de nacimiento, se abrieron estas páginas a los poetas que han hecho vida literaria en dicho espacio a partir de la fecha señalada. Junto a las voces establecidas, recojo otras ya marchitas o apagadas, pero que alguna vez nos aportaron al menos un poema atendible, a veces memorable. También toca al antólogo arriesgarse con la inclusión de escritores cuya obra mayor aún está por llegar. De aquellos que se fueron, he priorizado en lo posible versos que escribieron aquí o los que incluyen explícitamente referentes espaciales de la región. El título, por supuesto, rinde homenaje a dos figuras tutelares: el Feijóo de Faz y el Galindo de Hablo de tierra conocida.
No pretende nuestro libro más que mostrar la riqueza, diversidad y altura de la lírica escrita por villaclareños.
Y esto que nunca será un prólogo no puede concluir sin reconocer que la antología no habría sido posible sin la cooperación de los propios autores, ni sin ese minuto de gracia que viví el 1ro. de septiembre de 1983, al descubrir los ojos hermosos de Tamara.
Samuel Feijóo (1914-1992)
Contigo la naturaleza se equivocó otra vez,
hijo. Tu espantosa figura
fue un error. No hay maestro
sin falta. No eres rosa ni valle
al anochecer, ni cabeza de pájaro
azul, de ojo azul de cielo.
¿Quién pone su boca junto a
tu boca, como la naturaleza?
¿Quién te canta verdaderamente?
Eres el hijo del jardinero,
y en ti mueren los soles
y los dioses en los soles, hijo.
Frank Abel Dopico (1964)
Si tu mujer va dejando de mirar a las estrellas. Si tú vas dejando de ver a tu mujer en las estrellas. Si los dos duermen de espaldas hacia estrellas distintas, no pienses que es la hora en que llegó el olvido. Demasiado peor: ha llegado el recuerdo.
Bertha Caluff Pagés (1964)
Las tablas del techo,
carcomidas,
se caen.
El piso se raja y se hunde,
amado Francisco.
Edelmis Anoceto Vega (1968)
En esos gritos de los niños que juegan a la pelota
está mi hijo.
Él no lo sabrá porque lo escribo tarde,
antes de que aglomeren los labios su carroña.
Él no lo sabrá de modo alguno
antes de que la madrugada sea una sobre el desierto
y las sábanas putrefactas,
bajo su bicicleta ilusoria hacia el final de la calle.
Yo persigo los nombres que ellos van dejando detrás,
a veces son monstruosos, alucinados,
de línea contra los muros.
Vengan a mí por la ventana, vengan
a comerse la negrura de los panes hirvientes del verano
en Santa Clara. No me tienten con cuerpos.
Estoy aquí donde se puede de una vez morir
y de otra hacerse el muerto.
¿Es acaso mi hijo en esos gritos?
Cambio mis soledades por las suyas
para no ver sus ojos azorados correr ante los míos,
que son pura resonancia
y de nada sirven
sino para leer labios agrietados.
Ya voy a descubrirme en cada guerra,
porque adónde crecerán los árboles.
Nunca supe de esos dolores en la espalda de los árboles.
Detrás de ellos escucharé con Byron que soy cojo,
que escribo un verso y bajo un escalón.
Ya voy a descubrirme, de un momento a otro
voy a quitarme las fiebres
en sus nombres de espectros, de hijos primogénitos.
Lo haré con las armas
de quien va de sus sílabas a la carne,
de sus miedos a los portales grises.
Y si no puedo verlos más en Santa Clara
no será la voluntad de Dios.
Pero hágase.
Voy a salirme de la cama y de esta ciudad
para que no vean que me como las uñas
si no los encuentro en los dulces,
si no los encuentro
en esos tristes dibujos animados,
en esos sueños que cuelgan bajo el puente.