Celebrar un acontecimiento existencial junto a parientes y conocidos no resulta en lo absoluto extravagante para quienes habitamos esta Isla apasionada y cumbanchera. «Nació mi hijo, compadre, ¡te invito a un trago!», le dice, en tono eufórico, un flamante papá a su mejor amigo. Y como del dicho al hecho solo hay un trecho, ambos toman rumbo al bar más próximo, le piden al barman un par de «dobles» y brindan por la nueva criatura que acaba de asomarse a la vida.
Por razones de trabajo, hubo un tiempo en que viajé con cierta frecuencia a la Isla de la Juventud, conocida todavía como Isla de Pinos. En una ocasión, aproveché la estancia para llegar hasta Punta del Este y conocer la huella dejada allí por los primeros pobladores de Cuba. Las célebres cuevas de Altamira guardan la expresión de un arte representativo. Las de Punta del Este, en cambio, parecen anunciar la aparición del abstraccionismo geométrico.
Ahora que los cubanos nos aprestamos a transitar nuevas fases en nuestra larga revolución por la vida —que es, en definitiva, el objetivo central de la otra y única Revolución—, desde el Gobierno hasta el hogar más distante la gran pregunta en familia es con qué quedarse y qué cambiar en una ignota normalidad que, aun sin llegar, ha adquirido aquí y allá disímiles apellidos: nueva, diferente, inédita… incluso se le pudiera considerar «anormalidad» a tenor de algunas prácticas que las muy sabias sociedades modernas estaban simplemente practicando mal.
En este trance de recogimiento para atajar con perspicacia el posible desenlace fatal, se avivan en la memoria recuerdos, recientes o más añejos de mi generación, que vivió por suerte momentos definitorios de nuestra viril y emancipadora historia.
No es normal, no es normal, no es normal… repetía como en el estribillo de una serenata interminable un reconocido político cubano hace varios meses. Lo hacía cuando todavía el coronavirus no parecía más que una cepita inquietante relamiéndose con su aparición en un mercado de la lejanísima Wuhan y su inesperado y luctuoso Bib bang no la esparcía a la velocidad de un rayo por los cuatro costados del planeta.
Casi cumplidos 59 años de que descargara su escopeta preferida contra ese paladar caótico que tanto saboreó la vida, Ernest Hemingway nos sigue dejando pistas para que pesquemos portentosas agujas en el pajar de su obra. Cuando creemos que, al fin, se decide a descansar, aparece otro texto que nos llama a leer, a alzar en una copa un Papa Doble y a brindar por ese «cubano sato» que se ancló a sí mismo 22 años a la vera de La Habana.
A los necesarios test rápidos y PCR que se aplican en Cuba para determinar la presencia del SARS-CoV-2, causante de la COVID-19, se debería sumar una prueba de audición a gran parte de la población, sobre todo a aquellas personas que hacen oídos sordos a lo que dicta la Ley.
Metida en cintura la pandemia, a la que pronto se le pudiera estar dando el puntillazo final, la tribuna de la calle medita ahora sobré cómo estarán las provisiones agropecuarias en los meses venideros.
¡Llegaron! Y aunque les deparaban 14 días de cuarentena en el Centro Internacional de Salud Las Praderas, verles navegar por todas las edades y mostrarse serenos inquietaba. Sin embargo, mostraron el sosiego de retornar con la tranquilidad de saber que las horas más complejas yacieron en los meses pasados, la misión estaba cumplida y la calma de pisar Cuba revelaba las inagotables ganas de sentir la almohada que les acurruca en las noches.
Cada 14 de junio, Antonio Maceo y Che Guevara coinciden en el recuerdo. Quiso el azar que el natalicio de estos dos grandes próceres, aunque en épocas y naciones diferentes, confluyera en la misma fecha, y tamaña concordancia es redoblada exhortación para que los nuevos pinos beban del ejemplo de esos seres humanos que tocaron las altas cumbres de la Historia.