Por desidia, las palabras se amontonan en el rincón de los objetos inservibles. Allí, por desuso, se van cubriendo de herrumbre. De esa manera, los seres humanos contribuimos, devorados por la indiferencia y la ley del menor esfuerzo, a mutilar las antenas que nos comunican con nuestros semejantes, afinan el delicado temblor de la sensibilidad y favorecen el acceso al amplio horizonte del conocimiento, todo lo cual configura el perfil distintivo de la especie. El poeta se hace cargo del vocablo herrumbroso, lo pule, lo devuelve a la vida y multiplica su significado mediante el engarce inesperado con otras imágenes. Abre nuestros sentidos a la percepción de zonas silenciadas de la realidad, nos induce a escuchar «el dulce lamentar de dos pastores» y motiva el despertar del alma dormida para recordar «cuán pronto se pasa la vida y se viene la muerte». La desidia también promueve la indiferencia ante lo hermoso del mundo que nos rodea, tanto el paisaje natural como el entorno edificado por las manos de nuestros antepasados.
Ocurre la dolorosa muerte de un joven en Cuba, mientras buscaba evadir la persecución policial, y no faltan quienes intentan hacer estallar al país.
Se frotan las manos —estilo primaver...
Mi amigo el médico es un devoto de la cultura grecolatina, en especial la que se remonta a los siglos antiguos y medievales. Su ilusión fue siempre visitar la región fundada por Eneas, la tierra de Rómulo y Remo, de la república de Julio César, del imperio de Octavio Augusto, la Roma de Cicerón, Claudio y Marcos Aurelio; el país de Giuseppe Garibaldi y Antonio Gramsci; subir los escalones del antiguo Coliseo, escuchar una misa desde la Basílica de San Pedro, disfrutar de cerca los frescos de Rafael y Miguel Ángel en la Capilla Sixtina; deambular por la cuna del Renacimiento desandando los museos y galerías para extasiarse con las creaciones de Leonardo Da Vinci y de Benvenuto Cellini; leer en sus originales la hermosa poesía de Dante, Petrarca y Boccaccio; examinar en toscano las novelas de Umberto Eco e Ítalo Calvino; navegar en góndolas por los hermosos canales de Venecia, descender al palacio de San Marcos y a la catedral sumergida; subir hasta el puente de los suspiros mientras atestiguase el crepúsculo veneciano; disfrutar del cine de los grandes directores italianos; regocijarse con las actuaciones de Marcelo Mastroianni, Zavattine, Manfredi, Giuliano Gemma y las bellísimas Claudia Cardinale y Sophia Loren; tocar el cielo de la Escala de Milán escuchando las óperas de Pavarotti, Caruso y Bocelli…
Llegó en un carruaje, se desmontó orondo y mostró un documento, probablemente un carné. Parecía que habían decretado un «Abran paso», porque el hombre, joven y musculoso, fue apartando a todos los que se encontraban en la multitud hasta llegar al mostrador. Finalmente compró un producto, sonrió feliz, hasta se miró los bíceps y volvió a su carroza para continuar viaje.
Asi como el cuerpo pierde su equilibrio y enferma, también eso que llamamos alma, espíritu —ese universo de lo subjetivo donde se libran batallas cardinales como la de la voluntad—, puede dañarse y su restauración resultar más difícil y compleja que la que pueda obrarse con una pared.
Casi dos semanas después, llegó a Cuba el polvo del Sahara. A punto de cumplirse los 15 días de iniciada la recuperación en la mayor parte del país, la nube apareció, después de atravesar 4 000 kilómetros sobre el mar, y bañó el cielo con los destellos dorados del desierto. Era una visión un tanto irreal, que nos movía entre el asombro y la belleza, al ver cómo aquel brillo envolvía todo lo que aparecía en el horizonte.
Soy una superviviente de aquellas intensas jornadas de debate en la Biblioteca Nacional clausuradas por el discurso de Fidel conocido luego con el nombre de Palabras a los intelectuales. Los participantes respondían a un variado perfil. La mayoría estaba conformada por escritores y artistas. Había también historiadores y arquitectos, en correspondencia con una concepción amplia de la cultura. Era junio de 1961, transcurridos apenas dos meses desde la victoria de Girón. Faltaba poco para la celebración del congreso que daría lugar al nacimiento de la Uneac.
¿De qué serviría denominar teatros, calles, escuelas, festivales, eventos... con sus nombres ilustres ahora empujados por un rapto de sincero orgullo mayor, por la emoción, si después, con los días, con los años, no les hacemos reverencias por lo mucho grande que nos entregaron, nos legaron?
La vi venir, la vi rodar, quebrar la cerca, anclarse en el fondo del patio. Aquella enorme roca, excavada del fondo, sacada de la tierra, de allí donde nacería un pequeño reparto. Odié a la invasora que destruyó la armonía de mi patio. Intenté reducirla a golpes, arrancarle su cresta pétrea, rebajarle sus bordes. Todo inútil, la mandarria escapó de mis manos. Un Sísifo varado, posmoderno, sin poderla rodar.
Hay en esas numerosas historias de amor y desamor que protagonizamos como profesores de secundaria básica, por all&aacut...