Hoy volví a ponerme los zapatos que usé para ir a la Sierra. Su bautizo explorador fue en la visita a la Comandancia de La Plata, pero su gran momento fue (y seguirá siendo) subir y bajar el Pico Turquino.
Creo fielmente que mis zapatos, después de tantos kilómetros de uso, son casi una extensión de mi persona, conectamos más allá de ese empleo común y corriente para la vida diaria.
Mis zapatos no se readaptan al llano de pavimento, calles y aceras. Tienen la suela gastada pero flexible, y su horma se acopla mejor a mis pasos. Pero creo que necesitan la arcilla resbalosa, la piedra cruda, la yerba silvestre.
Tienen un vacío que no se llena con medias, les falta la risa, la comprensión, la jarana, la entrega, la empatía de otros zapatos que hoy también están ¿caminando? para sus escuelas, trabajos, casas, lo mismo en Diez de Octubre que en Bayamo.
Guardan extractos que no se quitan con detergente, guardan las huellas de generaciones anteriores que les marcaron el camino. Guardan historia, heroicidad, pólvora, batalla y fuego.
Mis zapatos están curtidos. Entienden lo que ha costado ascender, y no solo el Turquino sino toda la obra que precisamente los llevó a ese lugar. Se saben triunfadores, resistentes, victoriosos.
Mis zapatos cambiaron. Imagino que nada, ni siquiera los zapatos, siguieron igual que antes de llegar a lo más alto de Cuba.