Existen sucesos en la vida que nos remueven fibras profundas, y hacen que reorientemos nuestros juicios. Un día especialmente tedioso, una adolescente se atrevió a interrogar a su abuela que, tras la última remodelación en casa, encontró una imagen ampliada de un señor barbudo y con poliespuma improvisó un cuadro que colgó en la pared principal de su sala.
¿Cuánto tiempo piensas tener esa foto de ahí? Cuestionó la joven entre airada y sonriente. La respuesta arrancó de un tajo todo atisbo de burla, «hasta que muera».
Aquella reacción pareció exagerada. Sin duda, la joven sabía quién era el hombre del retrato, había escuchado sus discursos innumerables veces en televisión y durante las clases de Historia de Cuba memorizó sus más notables hazañas.
Conocía del Moncada, de La historia me absolverá, del Granma, de la Sierra Maestra y de la Revolución, pero desconocía la profundidad de su lucha y las vidas que cambió. Incluso, ignoraba que la vida de su familia y la suya propia se habían vistos influenciadas por su obra.
«Tienes la fortuna de haber nacido en una época más noble, le contó su abuela, apenas sabes de dolor, discriminación y hambre. Yo viví todo eso, jugueteé durante mi niñez en una casa con piso de tierra, que al mínimo movimiento se estremecía. Gracias a él, esta negra vio a sus dos hijos convertirse en ingenieros, cuando yo nací eso no hubiera sido posible; por eso, mientras viva, su foto permanecerá ahí», concluyó.
Desde entonces la visión de aquella joven fue diferente. Comenzó a sentir la historia, no solo a memorizarla. Se involucró en labores sociales de su comunidad, se consagró a las causas humanas y se convirtió en periodista.
Aquella niña era yo, y aunque Fidel no es de mi familia, su imagen sigue confortando la sala de mi casa. A veces me detengo a explorar su retrato como si lo viera por primera vez, y me vuelven a deslumbrar las canas de su barba, sus dedos largos, las arrugas en su rostro y la profundidad de su mirada.
Más de un quinquenio ha transitado desde el fatídico día en que partió físicamente. Vuelven a mi mente reminiscencias del cortejo popular que se realizó a su caravana fúnebre. Todavía recuerdo sufrir una mezcla de incredulidad y tristeza al recibir la noticia.
Me atrevería a decir que todos los cubanos que fuimos tocados por su obra, sufrimos la misma mezcla de tristeza e incredulidad en aquel amargo momento. ¿Cómo no sorprendernos? La inmensidad de su humanidad nos hizo dudar de su mortalidad.
Pocas veces un cuerpo mortal ha tenido que llevar semejante carga de virtud y grandeza. Sí, era mortal, pero no murió aquel 25 de noviembre, su figura sigue transformando vidas y no necesitamos de estatuas para recordarlo; el mundo entero es testigo.