«¿Cambia dólares?», preguntó una voz infantil y a la vez sagaz, al estilo de esos vendedores informales que pregonan al oído y en ráfaga los billetes del momento. Hace varias semanas, a los pies del Cristo de La Habana, una niña, rodeada de otros dos de su edad, busca entre los visitantes del lugar quién venda, en efecto, dólares. Su rostro alargado y menudo apenas refleja unos diez u 11 años, no más. Pero su desenfado enseña todo lo
inusual en esa edad.
En un pequeño bolso descuerado que le cuelga del cuello lleva el dinero, y encima también carga el riesgo de la tarde-noche y las luces opacas del momento. En realidad, tanto ella como sus dos compañeros parecen acostumbrados a la zona, en Casablanca, y a proponer «tasas de cambio», sobre todo a extranjeros que lleguen oportunos a rendir honores al Cristo.
Entre fotos que tiran para el recuerdo frente a la bahía habanera, los turistas responden que no van a cambiar dinero alguno. Pero la niña insiste, se muestra hábil, hasta que la vence el propio empeño. La pequeña conoce cada acento, y distingue también por las
facciones y el color de la piel: «Ustedes, por la cara y como hablan, son mexicanos», les dice, y como no logra su objetivo principal, se marcha.
Quienes hemos visto la escena casi mudos, nos hablábamos con miradas impotentes. Primero, porque nada justifica este tipo de acciones, y menos cuando está un niño de por medio. La edad de la inocencia y el juego sano no deberían ser manchados con la suspicacia o el cansino interés que rompe cualquier derecho.
A pocos días aún del suceso quedan preguntas por atar y respuestas sin fecha de vencimiento: ¿dónde están los padres de esos infantes, o son ellos mismos quienes los utilizan de forma bárbara para esta actividad, por demás ilícita? ¿Acaso son los propios muchachos los que por viva inspiración caminan al acecho alrededor del Cristo? ¿De dónde puede sacar un niño dinero para cambiar dólares, cuando el trabajo infantil y la explotación económica en nuestro país siguen siendo prohibidos y penados estrictamente?
Cuba vela celosamente por la protección de sus menores de edad, y, de hecho, consolidó una política de Estado desde julio del pasado año para la atención integral a la niñez, adolescencias y juventudes. El peligroso trasfondo cultural, socioeconómico y familiar detrás de estos casos contiene también un oportunismo despreciable. Ni las necesidades duras por las que podamos atravesar son escudo, ni explican que un solo niño se muestre como nudo de enlace en medio de una cuerda floja.
Debe ser prioridad de la familia, en primera instancia, y de la sociedad, garantizar su desarrollo armónico. Hay conceptos que debemos radicalizar, por lo intolerable de aquellos actos que los ponen en desventaja y laceran.
Ya lo deja claro el Código de las Familias, donde se consagra que la responsabilidad parental se ejerce siempre en beneficio del interés superior de niñas, niños y adolescentes.
Según explica el artículo 138 de esa norma, entre otros puntos, es deber de los padres procurarles estabilidad emocional, contribuir al libre desarrollo de su personalidad, educarlos desde la crianza positiva; así como garantizarles condiciones de vida seguras y velar por su salud física y síquica. De lo contrario, el espíritu de la ley tiene que hacerse cumplir con severidad.
Que tres niños hayan procurado imitar, tal vez, lo ilícito que ya han visto a su alrededor, no viene a ser un número insignificante, aunque en cantidad lo sea. Deja al descubierto también heridas en el tejido social, vacíos por llenar, retos a muy corto plazo en medio de los cambios.
A la sombra del Cristo, como en cualquier otro lugar, en vez de preocuparse por la obstinada idea de un «juego» peligroso de adultos, nuestros infantes deberían ir solo a divertirse, y a mostrarle la sonrisa sincera a toda una ciudad. Lo demás será siempre intolerable.