¿Cuántas veces a José Martí le habrán silbado en el oído intrigas y falsedades? ¿En cuántas ocasiones le habrán hablado mal de este o de aquel, incluso de grandes que estuvieron en la Guerra de los Diez Años?
Tales preguntas me retumban en este enero porque repasando parte de la historia del Apóstol me imagino cuánto debe haber lidiado para ganarles a las infaltables maquinaciones y terminar preservando la unidad, esa filosa arma que se nos había mellado antes por caudillismos y torpezas.
Si el Maestro, en plena preparación de la contienda de 1895, fue capaz de perdonar a dos hombres que trataron de envenenarlo y hasta convenció a uno de ellos para que se uniera a la causa independentista, qué no habrá hecho para entender las malquerencias de algunos seres humanos y anteponer el concepto de nación a las ojerizas y chanchullos.
No resultó casual que en sus conocidos Versos sencillos expresara que no cultivaría cardos ni orugas, sino una rosa blanca «para el cruel que me arranca el corazón con que vivo». ¡Qué grandeza, qué alma!
Cuántas veces habrá tragado en seco o cerrado los ojos en la soledad de su cuarto pensando en la mejor manera de juntar a nuevos y viejos, incluyendo a los que veían en él a un inexperto que «hablaba lindo» y no a un verdadero libertador con un pensamiento profundísimo.
Martí pudo haber sido un talentoso buscador de aplausos, prefirió calar en las conciencias con discursos de Patria y estrellas; pudo haberse remojado de fama individual, eligió el grano de maíz que lo acompañó siempre; pudo haberse quedado como espectador en el primer combate, optó por demostrar, como había dicho unas horas en Vuelta Grande, cerca de Dos Ríos, que estaba dispuesto de verdad a sufrir el mayor martirio por Cuba.
A 171 años del bendito alumbramiento en la calle Paula, algunas de las encrucijadas vividas por el insigne patriota parecen repetirse ahora. Tal vez la más difícil sea la búsqueda del consenso, lograr la unión sin renunciar jamás a la pluralidad.
Lo escribo porque nuevos egoísmos, torpezas y anexionismos siguen dando vueltas y aterrizando en nuestro día a día una realidad que genera fragmentaciones, decepciones y desalientos.
El país no es una parcela individual, ni un proyecto de unos pocos. Debería ser una construcción cada vez más colectiva, articulada, discutida, participativa. Por eso, la unidad hay que edificarla jornada tras jornada, no solo invocarla.
¿Alguna vez nos hemos preguntado, por ejemplo, por qué si en el artículo 200 de nuestra Constitución se establece que la Asamblea Municipal del Poder Popular «convoca a consulta popular asuntos de interés local en correspondencia con sus atribuciones», no existe una tradición de llevar eso a la práctica?
Hace unos años subrayaba en estas páginas rebeldes, en el artículo Discrepancia, anexionismo y seducción, que necesitamos hacer nuestro proyecto «más atractivo y discrepante —si cabe la palabra»—, diferenciar a apátridas de inconformes, huir «de la verticalidad excesiva o de la consigna vacía, escuchar a los de abajo (con todos sus problemas, que no son pocos), buscar mayor consenso sin la falsa unanimidad —tan criticada por Raúl— y sin el aburrimiento de repetir fórmulas ya gastadas en distintos escenarios».
Ahora mismo Martí nos sigue mirando, diciéndonos que hace falta ensanchar la tolerancia, encontrar puntos comunes entre los cubanos, sacudirnos de errores, no dejar de escuchar los criterios dispares surgidos en la base, enterrar las intrigas, priorizar el «nosotros», cultivar el símbolo de la rosa blanca y no dejarlo marchitar jamás.