Primer encuentro de Martí y Gómez. Autor: Juventud Rebelde Publicado: 29/04/2025 | 12:04 am
Aquel octubre de 1884 fue triste; puede escribirse que hasta de decepción en la vida de José Julián Martí Pérez. En el hotel de madame Griffou, en Nueva York, había estado, por fin, frente a dos colosos que admiraba: el Generalísimo y el Titán de Bronce. Sin embargo, había terminado disgustado, con el corazón herido.
Pepe apenas tenía 31 años y esos dos patricios, alojados en esa instalación, seguramente no calcularon la talla del político que daba sugerencias respecto al plan insurreccional Gómez-Maceo, cuyo fin era volver a encender el fuego independentista.
Varias veces fue a verlos, aunque, como precisó el historiador Ernesto Limia, Martí estaba contrariado «con el sesgo personalista que tomó la ordenación de este plan». Hasta que un día el conflicto reventó porque el general de ascendencia dominicana, «envuelto en una toalla», mandó a callar al joven cuando este hacía comentarios sobre un futuro viaje a México de Maceo y el Maestro.
«Vea, Martí, limítese usted a lo que digan las instrucciones y lo demás el general Maceo hará lo que deba hacerse», dijo con aspereza Gómez y se marchó al baño, dejando al Apóstol «con la palabra en la boca», como contó Limia en un brillante ensayo.
José Julián fue capaz de esperar a que el viejo guerrero terminara para despedirse; incluso, lo hizo de modo cortés. Maceo, que había leído los ojos de Martí, llegó a decir: «Ese hombre, General, va disgustado con nosotros». Gómez solo atinó a responder: «Tal vez».
«No siempre los hombres que comparten un ideal se comprenden desde la primera palabra», escribió sobre ese desencuentro la profesora y periodista María Luisa García.
Lo cierto es que otro se hubiera achicado. Pero Pepe no. Dos días después, el 20 de octubre de 1884, fiel a su estilo apasionado y sincero, le escribió al Generalísimo una carta, considerada por el reconocido martiano Luis Toledo Sande como «célebre, polémica y fundamental».
«¿Qué somos, General?, ¿los servidores heroicos y modestos de una idea que nos calienta el corazón, los amigos leales de un pueblo en desventura, o los caudillos valientes y afortunados que con el látigo en la mano y la espuela en el tacón se disponen a llevar la guerra a un pueblo, para enseñorearse después de él? ¿La fama que ganaron Vds. en una empresa, la fama de valor, lealtad y prudencia, van a perderla en otra?», le preguntaba sin medias tintas.
Y más adelante le deja estas perlas: «El dar la vida solo constituye un derecho cuando se la da desinteresadamente (…). Domine Vd., General, esta pena, como dominé yo el sábado el asombro y disgusto con que oí un importuno arranque de Vd. y una curiosa conversación que provocó a propósito de él el general Maceo, en la que quiso —¡locura mayor!— darme a entender que debíamos considerar la guerra de Cuba como una propiedad exclusiva de Vd (…). La patria no es de nadie: y si es de alguien, será, y esto solo en espíritu, de quien la sirva con mayor desprendimiento e inteligencia».
Gómez no quiso responder, aunque es probable que a partir de esa misiva —Martí ya le había escrito en contextos diferentes— comprendió mejor al genio.
«Agregaré a eso que no falta alguien, como José Martí, que le tenga miedo a la dictadura, y que cuando más dispuesto lo creía se retiró de mi lado furioso según carta suya insultante, que conservo, porque no dejándole yo inmiscuirse en los asuntos del plan general de la revolución, se ha creído que yo pretendo ser un dictador», anotó en su Diario de campaña el estratega de la primera carga al machete.
Haber roto con el plan del Generalísimo tuvo sus consecuencias. José Julián «debió sufrir el cuestionamiento de un segmento de los veteranos», como refiere Limia.
Uno de esos críticos fue el cuestionado Antonio Zambrana, quien, enarbolando los conceptos machistas de la época, llegó a decir delante de cientos de emigrados, en un mitin en el
Tammany Hall, de Nueva York, que quienes no apoyaran el plan Gómez-Maceo seguramente tenían miedo, por eso debían usar sayas en lugar de pantalones.
Según narró en la revista Bohemia, en 1938, el periodista Alberto Plochet, testigo de los hechos, el más universal de los cubanos se abrió paso entre la muchedumbre y como un bólido llegó hasta la tribuna para responder: «(...)soy tan hombre que no quepo en los calzones que llevo puestos». Y cerca de la cara de Zambrana llegó a decir que eso se lo podía probar allí mismo.
Ese excepcional ser humano, calmadas las aguas del incidente de 1884 y sabiendo que la Patria estaba antes que todo, volvió a escribirle a Gómez. La guerra necesaria necesitaba un jefe-patriota como él.
El 11 de septiembre de 1892 el hombre de La Edad de Oro fue a visitarlo a su finca La Reforma, en República Dominicana, para pedirle que aceptara el cargo de General en Jefe del Ejército Libertador. Martí, según narró el propio Gómez, «ha encontrado mis brazos abiertos para él, y mi corazón, como siempre, dispuesto para Cuba».
Es hermoso leer que después de ese encuentro edificaron una sólida amistad y que el Generalísimo hasta confesó siete años después de la muerte del Apóstol: «La verdad sea dicha: yo no he conocido otro igual en más de 30 años que me encuentro al lado de los cubanos en su lucha por la independencia de la Patria».
El interior se estremece también al leer lo que le comentó en misiva a Fermín Valdés Domínguez después de la inauguración del monumento a nuestro Héroe Nacional en el habanero Parque Central: «En medio de aquel alborozo de un pueblo reverente ante la memoria de José Martí, no tuve yo la culpa de que una lágrima rodase por mi mejilla».