Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

La mala letra

Autor:

Luis Raúl Vázquez Muñoz

Ya es algo inevitable. Un reflejo más condicionado que los babeos del perrito de Pavlov y, por más que se intenten reprimir, ellas resurgen a ritmo de conga, felices, fuertes, llenas de vida.

El asunto en cuestión es que cuando nos hablan o entramos a donar sangre, en la mente enseguida aparecen las imágenes de Vampiros en La Habana, ese clásico del cine cubano, con el perdón de los especialistas.

Ese juicio se debe a algo: son cuestiones personales, una expresión del freudiano que todos llevamos dentro y que muchas veces tiene que ver con las nostalgias felices del corazón, las cuales, a fin de cuentas, son otra manera de clasificar las películas o la vida misma.

El caso es que cuando se llega al recinto, lo primero que se recuerda, en medio de los saludos, es la escena de los vampiros robando un banco de sangre.

Después están las otras que pasan y pasan, y obligan a reprimir la risa mientras te preguntan la edad, si viniste en ayunas (en una ocasión un donante dijo que no, que había venido en bicicleta), si has estado enfermo o si te sientes mal ahora.

Sin embargo, hay momentos en que las escenas pasan a otro plano. Son instantes en que los vampiros de Juan Padrón permanecen ahí, tranquilos, acompañándote.

Especialmente uno de ellos ocurrió cierta noche al timbrar el teléfono. Pasadas las presentaciones y luego de confirmar que eras tú y no un equivocado, llegó la pregunta de ritual: «¿Usted puede venir mañana a donar?».

Era una interrogante de oficio. Tan reiterada que a veces se convertía en manida. Lo que pasa es que esta vez el tono de la voz era distinto.

«¿Pasa algo?». «Sí, mire», la mujer hizo una pausa. «Es que hay una mamá que dio a luz una niña». Ahí empezó a hablar más rápido. «Fue cesárea, la bebé anda bien; pero la madre tiene las plaquetas bajas, ha tenido hemorragias y se está acabando la sangre para ella. ¿Usted pudiera venir mañana bien temprano, lo más temprano que pueda?».

Eran los días de la pandemia. En la calle apenas había personas, los días parecían un largo fin de semana y la gente parecía andar con un frío eterno en el cuerpo.

Por eso, el banco de sangre se asemejaba a una isla en medio del océano. Mientras pinchaban un costado del pulgar para la muestra de inicio, una técnica contó que días antes se había ido con urgencia a Villa Clara en busca de sangre.

«Anoche la mamá tuvo otra hemorragia», dijo. «¿Y ahora, cómo está?». La mujer suspiró: «No sé». A esa hora los vampiros no hacían nada. Solo mirar con tristeza. La técnica dijo de pronto: «Me pareció oír que ella es muy delgada, imagínese. Lo que pasa es que su sangre es AB positiva, un grupo un poco complicado».

Cumplida la donación, en el portal un custodio preguntó por unos datos para asentarlo en el registro. Los trazos del hombre se parecían un poco a los de la enfermera que tomó la donación e hizo unos apuntes con una letra medio inclinada a la derecha.

No había muchos deseos de caminar, la verdad. La calle estaba desierta y una ráfaga de viento silbó entre los portales de la cuadra. Por la esquina apareció una mujer bajita vestida con una blusa de mangas cortas y con un pañuelo en la cabeza.

Venía a paso rápido. En el portal alguien gritó: «¿Cómo está la muchacha?». La enfermera alzó un brazo. «Se le aguantó la hemorragia, mija», dijo cansada pero con un tono feliz. «Ay, menos mal», se oyó.

A esa hora se sabía que no daba tiempo. Que la bolsa que se había llenado hacía unos minutos no tenía el tiempo necesario para haber llegado a la madre.

Pero uno quería pensar lo contrario. Que, a esa altura de la mañana, la muchacha miraba a su hija dormir tranquila, quizá hasta olvidada de una bolsa de sangre que había a un costado con una etiqueta escrita con unos trazos rápidos, algo ilegibles y medio inclinados a la derecha. Sí, porque a esa hora del día hasta una mala letra tiene signos de felicidad.

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