Domingo 6:45 a.m. Se escucha al cantante italiano Eros Ramazotti: «Cosa más linda que tú… gracias por existir», y entre almohadas y sábanas, aún con los ojos cerrados, imagino que sea la música de un carro que, de pasada, me ha despertado. «El carro parece estar detenido, seguro se alejará ya...», pienso, y aprieto los ojos para volver a conciliar el sueño.
Ramazotti continúa agradeciendo la existencia de alguien y yo, irremediablemente, me levanto a mirar por la ventana. La música proviene de la bocina del custodio de al lado, y la verdad es que tengo ganas de pedirle que la apague, o se coloque audífonos en los oídos, o baje el volumen, porque es domingo y no es siquiera las 7:00 a.m.
Me consuelo pensando: «Al menos es Ramazotti y no una música más estridente». Cierro la ventana e intento volver a dormir. Pero, en contra de mis pensamientos antiprotesta, empecé a escuchar el trap más fuerte del mundo. «¡Por favor! ¿Ni un domingo los vecinos podemos dormir un poco más de lo habitual?», le pregunté al responsable, y aquel, sin inmutarse, desde su asiento, me recordó que ya había amanecido, y en las noches él no escucha música a todo volumen, pero ya era de día.
Así comenzó aquella jornada. Sumida en los quehaceres habituales y escribiendo líneas para este diario, veo caer desde arriba un enjambre de papeles, polvo y hojas de plantas. El vecino de los altos barre su casa y decide botar hacia el jardín del edificio lo acumulado en su recogedor. Como si ahí estuviera el basurero, y como si mi portal también lo fuera, porque, lógicamente, el viento hace caer en él parte de lo botado. ¡Tantas veces se le ha dicho lo mismo…!
Para colmo, parece no haberse percatado de que el día anterior yo limpié ese jardín —por cierto, área común— porque el panorama era tremendamente asqueroso. Debía entonces haberle mostrado el saco con la recogida, pues sé que casi todo proviene de su casa, pero quizá tampoco recapacite.
Después, al salir a botar la basura de mi casa, no pude contenerme y lancé un sermón sobre normas elementales de convivencia. Entonces un cliente de la cafetería de enfrente, muy acomodado en las escaleras nuestras, lanzó la lata de refresco y el papel de la pizza acabada de consumir justo ahí, sin importarle nada.
No es que fuera un domingo fatal. Es, más bien, que cualquier día pudiera suceder lo mismo. Brilla por su ausencia el sentido común, la sensatez, el deseo de respetar las normas básicas de convivencia.
La colectividad se impone cuando la individualidad lacera. Si aquel desea escuchar música temprano, debe pensar en cuánto puede molestarle a los demás, e incluso si a él no le molestaría en caso de querer dormir y otro eligiera subirle el volumen a su preferencia.
El vecino seguramente protestaría —y no de la mejor forma— si fuera su portal el que se ensuciara por la indolencia ajena, y a todos los residentes en el edificio debería indignarles la entrada de alguien, reja mediante, a ocupar las escaleras para comer y luego dejar ahí los restos.
¿Vivimos en una selva? En estas mismas páginas he lanzado una interrogante similar, porque «el sálvese quien pueda» o el «solo me importa lo mío», nos llevará por el camino de la barbarie. Y peor cuando nos damos cuenta de que la empatía, ese «ponte en el lugar del otro» se extinguió, o no sensibiliza más.
El mundo no será mejor si no lo propiciamos nosotros mismos, en todos los sentidos. Y me dirá usted que me lee, con lo difícil de la cotidianidad no es como para también discutir a trocha y mocha por todo lo mal hecho... pero piense entonces, justamente, si a la complejidad del día a día no podemos, al menos, añadirle una convivencia respetuosa y armónica, ¿a dónde vamos a parar?…
Por cierto, ese es el título de una canción de Marco Antonio Solís, y espero ningún vecino me obligue a escucharla a todo volumen en la noche, o cuando sea la hora prudente para dormir.