Tras 55 años gozando juegos en el Latinoamericano es que me doy cuenta que la gente deja en casa la política y los temas domésticos cuando sale para el estadio. Se echa encima todo su terruño, expresado en un pulóver, una gorra y guarda todo lo que no sea esa patria inmensa, con enconados rivales hermanos que es el béisbol.
Eres rojo o azul, da igual. En ese graderío rugiente nadie es más que nadie, todos somos iguales: el cuasi iletrado y el intelectual, el que tiene sobrado dinero y el arrancado, el que se quiere ir del país y el que hay que darle candela como al Macao. Incluso está el que se fue.
Son tantos, —tal vez hasta muchos más— los que desperdigados por el mundo están pendientes de cada batazo pidiendo partes por WahtsApp, un videíto, una foto siquiera de ese gran momento, si es que no le entra por ninguna vía Tele Rebelde. A muchos, a la hora buena, cuando el tubey de la remontada, digamos, nos entra la llamada: ¡coño, quisiera estar ahí, hermano… qué rico!
—¡Industriales, campeón!— Es lo único que uno entiende, porque sabemos que es el bocadillo que va, no porque se puede escuchar algo. Son 40 000 o
50 000 personas gritando palabrotas a la vez. Porque se sabe que en esa mole de concreto las palabras también son iguales, no hay buenas ni malas.
¡Ruge leona! Repite con guapería, bailando con la conga santiaguera la multitud del ala derecha, la parte de primera base donde se agita hasta el delirio el avispero con un batazo de Guibert.
¡Oye, palestino y bien! Corean los del ala izquierda sobre la cueva de los Leones cuando la da contra la cerca Yasmani Tomás, ídolo como el Ulises que retorna a casa tras haber ganado en la guerra de las Grandes Ligas.
Aquí nadie se acuerda si hay que buscar el módulo, si no entró el agua, si las guaguas están del caramba, aquí ni el bloqueo ni el Gobierno tienen la culpa de nada.
Si hace falta un culpable, para eso hay dos seres allí: los directores de los equipos; y en caso extremo, de hacer falta un tercero, ahí están todo el tiempo a la vista los árbitros (alias Cuchillero). A propósito, cuando han salido al inicio los árbitros al terreno no son abucheados, como siempre se hacía, si no ovacionados.
El momento final es tenso, llegamos al noveno. Industriales vino de abajo y gana 3x2. Santiago tiene el empate en primera, un solo out. La conga santiaguera caldea la situación.
Rolling duro por el cuadro... ¡Doble play! Ruge el graderío, nos abrazamos entre los amigos que son todos los que estaban sentados a nuestro alrededor y que tres horas antes de ser hermanos éramos absolutamente desconocidos.
Los santiagueros no salen cabizbajos, cayeron con las botas puestas y se van arrollando tras el cencerro, los tambores y la corneta china. Los industrialistas, eufóricos arrollan igual con la conga del Cerro.
Me entran varios mensajes a la vez: ¡Ganamos! con palabrotas, letras finales repetidas o muchos signos de admiración para expresar la inmensidad de la alegría.
Y yo, afuera ya, me volteo a mirar un instante el Coloso del Cerro, pienso cuando venía con papi hace casi seis décadas. Me llaman mis hijos que vinieron ayer y hoy no podían. Así pasará el tiempo y vendrán ellos con los hijos suyos. En algún momento saldrá a relucir el fanatismo de su abuelo por el béisbol. Y sufrirán y gozarán igual en ese mágico rincón del universo donde todos los seres son iguales y, más allá del desenlace del partido, quien gana siempre es Cuba, ¡carajo!