Rostros cubiertos de sudor y agua están a punto de lanzarse nuevamente a correr en la esquina de Vía Blanca y Suchel. Esperan bajo la lluvia el momento exacto en que ocurra el cambio de luz del semáforo. En apenas treinta o cuarenta segundos, cuando ponga la verde, se esparcirá como pólvora encendida tanta adrenalina con ganas de romper el «orden» en la avenida que divide al municipio Cerro de Diez de Octubre.
Son un puñado de muchachos calculadores, capaces de velar la presa fríamente, ubicándose detrás y agarrándolas luego para intentar «domarlas» en movimiento a su antojo.
Casi ninguno falla. Cuando salen a correr en camiseta, pantalón y botas de goma van al seguro. Con sus imberbes 15 o 16 años gritan a los demás por el medio de la calle: «Engánchense, no sean pencos». Y nadie en Cerro ni Diez de Octubre aguanta que le digan así, con todas sus letras, «penco». Mucho menos cuando el carácter inmaduro, a esa edad, demanda para algunos demostrar
en público ciertos límites, a riesgo de jugar, incluso, con la estrechez de la vida.
El primero que vi, tendría 13 años, no más. Su presa de turno era el tráiler de un camión, pero pudo ser perfectamente la defensa trasera de una guagua que pasaba por allí. Con una mano se aferraba al tráiler y con la otra gesticulaba para animar las aceras que bordean el espeluznante espectáculo.
La avenida Vía Blanca en La Habana muy a menudo cuando llueve se transforma en eso, en espectáculo deprimente.
Nada más parecido a un deporte extremo carente de estética, regla o estilo. Eso sí, donde sus practicantes se burlan del riesgo a cada segundo, con gestos machistas. La adrenalina desafiante, incluso, les alcanza para decir: «si llega la policía nos mandamos a correr».
Ninguno de los que pasaron por la avenida aquel día, a pie o en carro, hizo nada, ni les reclamó nada. Quienes los ven prefieren señalar otros efectos lejos de las calles mojadas y de los chiquillos envueltos en el magnetismo del peligro. «La falta de educación y la marginalidad», apunta alguien en la misma esquina, mientras busca rápido donde guarecerse.
Y en Cuba la marginalidad, llamémosle como queramos, existe al interior de esas cuadras hacinadas con sobrenombres. Está presente en la degeneración sociocultural y en la piel de esos barrios «profundos». Sin embargo, los rostros de Vía Blanca, con el permiso de aquel hombre, no eran a simple vista los de gente marginada. Son niños, adolescentes, muchachos incontrolados que sacrifican su sonrisa a cambio de una diversión estéril.
Los padres tal vez conozcan poco del festín bajo cada aguacero que inician sus hijos agarrándose de los carros a 50, 60 o 70 kilómetros por hora, ni lo tan cerca que están de provocar un accidente fatídico cuando se sueltan y quedan tendidos en el pavimento húmedo. Si ocurre en algún momento, la responsabilidad caerá con el peso de la conciencia, buscando culpables sin pensar antes en lo que se pudo evitar.
Bajo los arbustos de la avenida, en las tardes nubladas, decenas de muchachos siguen esperando la lluvia, el desorden, los carros a alta velocidad. Es un paisaje que se repite frente a los ojos inertes de todos. La pregunta es: ¿quién le pondrá freno a esta irresponsabilidad?