Hace unos días mis tíos visitaron la casa. Llevaban tiempo sin ver a mis padres. Poco después de su llegada un detalle me resultó gracioso y alarmante a la vez: cuando mi mamá se dispuso a preparar café, todos se inmiscuyeron por completo en sus celulares. Así transcurrió el supuesto encuentro para dialogar e interactuar. La sala estaba llena y, sin embargo, la comunicación verbal era nula.
Tomo como ejemplo lo sucedido por la «normalidad» con que esas situaciones se dan en el contexto actual. Si bien la tecnofilia (adicción a la tecnología) existe desde finales del pasado siglo, en la última década ha surgido un inquilino aún más potente: la nomofobia o miedo a estar sin el móvil, prueba de una dependencia total.
La llegada de los celulares, instrumentos más cómodos y portátiles, capaces de acompañarnos durante todas nuestras jornadas, ha marcado —y lo continuará haciendo— nuevos patrones comunicativos y de adquisición de conocimientos, y nuevos estilos de vida. Con la pandemia se reforzó la interacción con el entorno digital, no solo por ocio, sino como alternativa para afrontar el período de aislamiento social durante la crisis sanitaria.
Como era de esperarse, las generaciones más jóvenes son las más expuestas a esa adicción, debido a su inexperiencia en otro tipo de interacciones, la búsqueda de entretenimiento, los problemas de comunicación típicos de la adolescencia y las ansias de crear ideales modernos en la juventud.
Todos esos grupos pertenecen a los llamados millennials o nativos digitales, con mucha más soltura para desenvolverse en el plano virtual, pues conviven con este desde su nacimiento. Pero los adultos con más edad también son absorbidos por la revolución digital y las redes sociales. Llegaron a ello por necesidad laboral y de superación, o para chatear con su familia, y luego se engancharon por ocio, para visualizar contenidos de su preferencia.
Tanto ha proliferado el uso de esa tecnología que las cifras hablan por sí solas. Según el estudio Digital 2022, realizado por los sitios We are social y Hootsuite, en enero del pasado año los usuarios de internet en dispositivos móviles llegaban a 5 310 millones: el 67,1 por ciento de la población mundial; y activos en redes sociales se registraban 4 650 millones, datos que un año después deben mostrar un significativo aumento.
Cuba no queda exenta de esa dinámica. En días recientes, Tania Velázquez Rodríguez, presidenta ejecutiva de Etecsa, confirmaba que en 2022 creció en más de un millón la cifra de usuarios conectados a internet vía telefonía celular: ya somos 6,7 millones los clientes habilitados para navegar. También se contabilizan 274 000 hogares conectados: 22 000 servicios más que el año precedente.
Las consecuencias negativas de la dependencia a los celulares, que superan incluso a las computadoras, pueden ser muy variadas. Primeramente, permanecer más de cuatro horas diarias frente a sus pantallas dificulta cumplir las tareas diarias y afecta las relaciones interpersonales o las demostraciones de afecto físico. Cuando esa dependencia es muy fuerte, hasta anula la atención a necesidades fisiológicas como comer o dormir.
Son incontables los daños a la salud a nivel visual y de facultades mentales, y también las afectaciones en las articulaciones de manos, brazos y cuello por el uso prolongado del móvil, sin contar el síndrome de abstinencia cuando no puedes tener el celular cerca, como si de una droga se tratase.
A todos esos problemas hay que sumar el lado oscuro de las redes sociales, donde funciona el capitalismo de datos, la estratificación de públicos y el efecto de burbujas de filtro, que hacen vivir momentos muy complejos en el ciberespacio a muchas personas, casi siempre por ignorancia de esos riesgos, lo cual nos obliga a repensar esos hábitos.
Deberíamos pensar como humanos antes que como usuarios en ese universo dominado por algoritmos que, sin darnos cuenta, nos dominan, para bien o mal, y nos llevan a convivir en una obsesiva sociedad de pantallas.