Hijo de rusa y francés, Alejo Carpentier nació en Lausana, Suiza, el 26 de diciembre de 1904. Llegó a Cuba en edad temprana, cuando sus padres, como tantos otros emigrantes, intentaron hacer fortuna en un país recién liberado del dominio español. Para procurar alivio al asma que aquejaba al niño se instalaron en una zona rural de la periferia habanera. Allí conoció de cerca la prodigalidad de la naturaleza y, sobre todo, el modo de vida del campesino.
Las vivencias de entonces complementaron una formación autodidacta en los terrenos de la música y la literatura, dado que su enfermedad coartó su asistencia regular a la escuela.
No había traspasado la adolescencia cuando el abandono del padre le impuso la necesidad de garantizar la supervivencia propia junto a la de su madre. El enorme aval de lecturas acumuladas respaldaba su orientación hacia la práctica literaria. Se estrenó en el ejercicio periodístico en La Discusión, órgano de prensa situado en la Plaza de la Catedral. Encargado de reseñar los estrenos teatrales, al término de la función escribía sus cuartillas en una redacción solitaria, dado lo avanzado de la noche. Regresaría luego al hogar, caminando a lo largo de las calles de la ciudad vieja. A pesar del cansancio, el recorrido resultaría gratificante. Iba descubriendo los valores de la arquitectura habanera, pasión que lo acompañaría por el resto de su vida.
El ambiente periodístico ofreció la oportunidad, al solitario de antaño, de insertarse en un extenso universo de relaciones constituido por una generación emergente que se proponía renovar los lenguajes artísticos y romper las ataduras del coloniaje. El poeta Rubén Martínez Villena era uno de los animadores del Movimiento. La vocación musical de Carpentier lo convirtió en cómplice de los compositores Amadeo Roldán y Alejandro García Caturla.
En un medio que arrastraba el trágico legado del racismo, reivindicaron la contribución africana a la conformación de la cultura nacional. Incorporaron al quehacer sinfónico la riqueza de los ritmos y exploraron el alcance de un universo mítico, factor insoslayable y presencia viva en la constitución del imaginario popular. Su participación en el Grupo Minorista lo llevó a la cárcel cuando la dictadura de Machado desató la represión contra una supuesta conspiración comunista que involucró a obreros e intelectuales. El activismo de estos últimos había inquietado al tirano. Para el narrador en ciernes la prisión acrecentó su conocimiento de la sociedad cubana.
Asediado, con la complicidad del poeta surrealista Robert Desnos, marchó como polizonte indocumentado en un barco hacia Europa. Sabía ya que, a través de su acción en la cultura y la sociedad, se había enraizado definitivamente en Cuba, su patria de elección. Con vistas al regreso completaría el aprendizaje necesario y, sobre todo, dedicaría el escaso tiempo libre que le dejaba la lucha por la subsistencia a lo que consideraba asignatura pendiente, el estudio de la América Latina.
Desde Cristóbal Colón y Hernán Cortés, la narrativa de nuestro mundo había sido construida por los conquistadores, deseosos de obtener el beneplácito de la Corte española. Allí compartió también las vivencias de otros emigrantes de estas tierras, a la vez que seguía los pasos de las coordenadas mayores de la política internacional.
De regreso a Cuba disfrutó la plenitud del rencuentro, aunque vivió la amarga percepción de contemplar el lamentable panorama político y social del entorno y sus consecuencias en la dispersión de la generación que había aspirado a asaltar el cielo. Tuvo que someterse a la dura brega por asegurar el sustento de los suyos. El encargo de un libro sobre la música en Cuba por parte de la editorial Fondo de Cultura Económica de México lo condujo a descubrir la obra olvidada del compositor Esteban Salas y a completar su relectura de la cultura nacional. Un viaje a Haití amplió la perspectiva caribeña y le reveló las claves para abordar su visión de América en el cruce entre el tiempo mítico y el tiempo de la Historia, así como la articulación de lo local y lo universal.
Había encontrado las claves del «reino de este mundo». Estaba sentando las bases de la nueva narrativa latinoamericana. La necesidad de escribir se volvía cada vez más apremiante. Pero, en las circunstancias adversas de la Isla, la lucha por la subsistencia devoraba las energías y el tiempo disponible. De Venezuela le llegó el ofrecimiento de un contrato que garantizaba el indispensable bienestar económico. Instalado en la tierra firme, pudo recuperar «los pasos perdidos» en lo profundo de la selva y atravesar las edades de la historia hasta llegar, en el corazón legendario de El Dorado, al instante primigenio de la formación de la sociedad humana. Recorrió el arco antillano para descubrir el pasaje que baña El siglo de las luces.
Con la publicación de algunos de sus textos esenciales alcanzó renombre internacional. Sin embargo, en un amanecer de enero, en la caraqueña Plaza del Silencio, reconoció en la voz de Fidel la autenticidad de una Revolución triunfante. Era el renacer de sus sueños juveniles y su suerte estaba echada.
Puso al servicio del tan anhelado proyecto transformador su experiencia de animador cultural, su relevante prestigio personal y el saber acumulado a lo largo de toda una vida. Con la fundación de la Editorial Nacional preparó para el naciente público lector un ejemplar catálogo de obras, abierto a los más amplios horizontes del saber. Como conferencista dueño del arte de la comunicación divulgó la cultura cubana en Europa y América. Se desempeñó como diplomático. Su tarea de servicio no cercenó la continuidad de su trabajo de narrador.
Siempre vigente, la obra de Carpentier atraviesa fronteras y conquista nuevos espacios geográficos. Es objeto de estudio en las universidades, inspira tesis de Doctorado y permanece viva en el debate académico. En el 2022, a punto de comenzar, El siglo de las luces arribará a su sexagésimo aniversario. En los días que corren, su visión del intelectual inscrito en la turbulencia revolucionaria tiene que convocar a lecturas productivas y fecundas.