¿Quién aprieta el obturador? ¿Quién guía la mirada? ¿Quién escoge el ángulo exacto? Es ella y no lo es. Es algo sin nombre, algo inasible a lo que hemos puesto misterio o hemos llamado arte. En cualquier caso, Belice Blanco Garcés me ha enseñado a ver el mundo de nuevo. A contemplarlo. A detenerme.
Ella corre el horizonte, ensarta su mirada más allá.
Puedo dar fe de una de las emociones más singulares en su vida. Una de esas para detener el mundo. Allí estuve, a su lado, cuando los modelos de su exposición Evas y Adanes se visitaron a sí mismos, reconocieron en el papel fotográfico su propio gesto, su propia cicatriz. Ella escogió como protagonistas a gente de la calle, a los que con tanta prisa, a veces no vemos.
Belice es una perpetua descubridora. Nació en Matanzas y, princesa al fin, vivió en un castillo en el reparto Versalles. Y luego en un central, en el antiguo Dos Rosas, en Cárdenas. Hace dos décadas tomó una cámara en la mano y desde entonces no ha podido dejarla. Sus imágenes han recorrido la naturaleza humana y la naturaleza de Cuba.
Santiago se le apareció un día en su camino. Santiago de Cuba y su historia, su gente, sus lomas. Y la amistad, que es siempre el puente más hermoso. Hela aquí, inmersa, seducida, en la ciudad donde la gente mira a los ojos sin temor y estrecha las manos con fuerza.
Ahora mismo ella está en casa, en el aislamiento social que se ha pedido, como debe ser. En el edificio Cinco Palmas, en la avenida Victoriano Garzón, en el segundo piso. No puede desandar Santiago, no puede subir, bajar. No puede echarse la cámara al hombro y documentar el día a día: el declive de la calle, el gesto del vendedor, el rostro de la quinceañera… pero Belice Blanco Garcés se las ha arreglado para seguir tocando la ciudad.
Así me cuenta que se levanta temprano, muy temprano. Que va con su cámara, que se envuelve en su amor, que queda absorta. Y con esos aires suyos, entre medievales y contemporáneos, con esos ojos suyos inolvidables, me hace la confesión: «Desde mi ventana, atrapo amaneceres».
Como me descoloca, como aún no acabo de entender, ella despliega sus archivos y empiezan a brotar los tonos ocres, cobaltos, encendidos. Aparece la aurora de Santiago, la ciudad en su albor. Y como no le basta, da la estocada:
«Te voy a regalar la que más te guste, para recordarte que siempre, siempre hay un amanecer».