Al igual que a mí, a otros más debe ocurrirles que cuando viajan al exterior por las razones que fuere y se enferman repentinamente, experimentan un súbito deseo de estar de vuelta a casa, al país de pertenencia. Al menos por experiencia propia, siempre en esos casos echo mucho de menos a los médicos formados en Cuba, por su entrañable disposición comunicativa, el que te miren a los ojos, escuchen con paciencia, te palpen físicamente, expliquen, aconsejen y recriminen si así amerita.
Si los malestares e indisposiciones surgen donde nuestros profesionales de la salud cumplen prestigiada misión, la circunstancial lejanía geográfica apenas se nota. Pero la sensación es bien distinta si del otro lado de la consulta, en lugar de un paciente urgido, nos miran como un cliente a quien presentar facturas por visitas, exámenes, fármacos y cualquier otro procedimiento probablemente innecesario. Además, puede que todo transcurra bajo la dudosa mediación de un intérprete de idioma.
Ante tales tropiezos se añora pronto al querido archipiélago, otorgando razón a los que en decir popular critican a quienes «solo se acuerdan de Santa Bárbara cuando truena».
Debido a todas las décadas de la Revolución en las que hemos disfrutado de su sistema de salud socialista, como algo natural e inherente, descuidamos bastante el justipreciar los servicios que presta cotidianamente el personal de salud en sus distintos niveles, aun con dificultades de abastecimientos, plantillas, materiales y hasta existenciales. Todos y cada uno de sus esforzados componentes están listos para recibirnos a nosotros, exigentes y a veces excesivos e inconformes pacientes.
Alérgico a extremismos, contemplé en el pasado como algo natural a aquel hombre de campo que obsequiaba con frutos de la tierra al médico que había operado exitosamente a un familiar sin pedirle nada adicional a cambio, sino como un gesto más de agradecimiento a una de las figuras profesionales más veneradas de todos los tiempos.
Por consiguiente, tampoco me escandaliza que el paciente agradecido de hoy quiera sumar a ese sentimiento el pequeño detalle, sencillo, casi simbólico, de carga afectiva, que nadie ha pedido ni insinuado, porque en nada diferenciará la atención que recibirá.
Sin embargo, comienzo a notar con cierta alarma en estos tiempos de desigualdades económicas y sociales, en los que lo abultado de la billetera parece querer imponer la voz cantante, a quienes con tal pretensión irrumpen en hospitales en pos de salir adelante y delante de personas humildes que no pueden ofrecer más que la merecida gratitud hacia nuestros competentes y dedicados especialistas. Unas veces a hurtadillas, otras con desenfadada altanería de pretendida superioridad.
Ocurre también, por ejemplo, que en algunos lugares la fumigación casera individual contra vectores de epidemias, aparece sustituyendo a la barrial de cuadra como está concebida, según la posibilidad monetaria de cada quien y los arreglos que haga, aunque los mosquitos molestos escapen hacia la casa del vecino en desventaja financiera. ¿Otra vez el poderoso Don Dinero?
Los que vivimos la crisis de los años 90 del siglo pasado, nunca olvidaremos que en sus inicios, ante la sombría perspectiva que se avizoraba en lo adelante, el líder de la Revolución Cubana, Fidel Castro, al encarar alternativas de enfrentamientos defendió a capa y espada, como principio, la protección de la salud pública gratuita como irrevocable y sagrado derecho ciudadano y conquista popular.
Ella es uno de nuestros fundamentales y emblemáticos santuarios socialistas, que hay que mantener inmune a privilegios y mercantilismos, a salvo de estos corrosivos patógenos.