Final de los 200 metros pecho. Es agosto de 1991. Son los Juegos Panamericanos y el complejo Baraguá estalla. No se me olvida. Hay un joven cubano, un chico de dieciséis años. Le dicen Mayito.
Es el favorito sentimental, mas los especialistas hablan de los norteamericanos Diebel y Mayfield, sin olvidar al argentino Minelli. El cubano ha dicho en la mañana clasificatoria que va a por todas. Lo miran incrédulo. Cuba jamás ha logrado un título panamericano de natación. Lo mejor data del lejano 1955, en México, cuando Manuel Sanguily logra la plata, precisamente en los 200 metros pecho. ¿Será un presagio?
Mayito tiene por delante cuatro piscinas para estrenar la historia. Fidel se aparece en las finales de la natación de América. Se planta en las gradas. Hincha como un aficionado. Comienzan las brazadas. En los primeros 100 metros, Diebel va delante, todavía en los 150; pero Mario González lleva un empuje extra.
Desde el público, alguien nada en el aire, bracea. La gorra verde quiere salírsele. El pecho, revienta…
Los metros finales. ¡Sí! El cubano rebasa a Diebel. No hay quien lo detenga. Saca de la alberca un nuevo récord panamericano. ¡Cuba, qué linda es Cuba!, grita el narrador. Las cámaras van al brazo en alto, al triunfo. Van a Fidel. Van al aplauso.
Es otro escenario. Y otro año. 7mo. Congreso de la Unión de Periodistas de Cuba. El panorama internacional es complejo a finales de 1999. Fidel lo compara con un «juego de ajedrez de 500 piezas». La metáfora, cuando se lanza sobre el cauce de una idea, siempre la ilumina.
Integraba la delegación de Santiago de Cuba, junto a varios de mis colegas y profesores. Era un muchacho vehemente. El muchacho se ha ido, pero la pasión ha quedado. Hablamos de la necesidad de argumentos y no de artículos patrioteros, de latidos más que de consignas. Y Martí, siempre de la mano, con su verbo esclarecido: «Dígase la verdad que se siente, con el mayor arte con que se pueda decirla».
Todos querían un instante junto al Comandante, el suyo; pero las sesiones se alargaban, la madrugada se iba entrando, el cansancio asomaba. Ya los pasos abrían la puerta, cuando el propio Fidel nos llamó, llamó a Santiago. Nos arracimamos a su lado, como pudimos. El lente nos dibujó. A algunos apenas se les ve el rostro, pero están ahí, detenidos en ese momento.
Hay momentos así, como un braceo en el aire, como el relámpago de un flash, como un segundo, que no se van jamás.