Odio la siesta, odio esa pausa vespertina, esa duermevela. Era así en mis primeros años y eso no ha cambiado. En casa de mi abuelo Cucho, el silencio era palabra de oro. Solo quedaba el breve paréntesis del juego de damas entre él y mami Otilia; pero cuando mis ojillos empezaban a prenderse en el sobrevuelo de las fichas, llegaba la hora de la siesta. Inexorable y lenta.
En el ala izquierda de la casa, abría sus puertas la habitación de mi hermana Esther. Ella andaba lejos, becada, en sus estudios de ballet. Camagüey, con sus llanos infinitos, me parecía entonces un lugar fantástico, ignoto. Cuando las puertas se cerraban a mis espaldas, siempre hacía un amago de resistencia; mas no tenía autoridad ni años para desobedecer. Y el tiempo se volvía gris, las horas se estiraban impasibles en el viejo reloj.
Así, en las tardes insomnes, empecé a explorar el cuarto, centímetro a centímetro. Y un día empeñé mi brazo y abrí la prohibida mesita de noche. Varios libros apretujados en tan pequeño espacio, se desparramaron. Al principio me acerqué a ellos con rabia, con unas ganas irrefrenables de lanzarlos contra la pared, de rasgarles sus hojas. Sería mi venganza, pero la curiosidad pudo más.
¿Cuál abrí primero? No lo recuerdo. Solo sé que, sin proponérmelo, las tardes de la siesta se transformaron en las tardes de la lectura. No podía compartir lo que descubría porque me hubiera ganado una reprimenda en condición. Callaba y leía.
Tal vez no entendiera a la primera todo lo que hacía Alicia en su país de maravillas, pero con ella cambié de tamaño de un solo mordisco, con ella conocí al conejo blanco y a la reina de corazones, jugué con los flamencos y los erizos. Acepté la fantasía desbordada de su autor, como lo más natural del mundo.
Me bebí uno a uno los relatos de Oros Viejos. No soltaba aquel libro. ¿Cómo olvidar la leyenda china del dios de la porcelana? ¿O a Isapí, la que nunca lloraba? Herminio Almendros (Almansa, España, 1898-La Habana, 1974) era sabio a la hora de seleccionar y a la hora de bruñir. Dicen que poseía y exigía una caligrafía perfecta en sus labores de profesor. Es un nombre que suele soslayarse con demasiada frecuencia.
Me hice devoto de Salgari, sin saber entonces quién era. Me fui a los mares y al exotismo con El capitán Tormenta y con Sandokán, mi preferido. Lo del viejo Djin Jottábich fue una fiesta: le bastaba arrancarse un pelo de la barba para lograr cualquier cosa. Pero cuando llegué a Veinte mil leguas de viaje submarino, de Julio Verne, ya no hubo más libros que pudieran interponerse.
Ejerció sobre mí una extraña fascinación de la que no he podido librarme. Lo he prestado muchas veces y lo he recuperado más. Está siempre cerca, por si necesito navegar, descubrir, irme a lo profundo. Siempre me reserva algo nuevo. Un día le dije a mi hermana que me lo había ganado. «Es mío», reafirmé, y no se lo he devuelto todavía.
Nunca he concebido la lectura como un hábito, sino como una pasión. Conste que leo en papel y también en la pantalla. Martí afirmaba que un libro es «una verdad que nos sale al paso (…) una ráfaga divina que viene a posarse en nuestra frente».
Regreso al cuarto de las maravillas y las lecturas «clandestinas». Cuando mi abuelo empezó a observar que no replicaba, que me encaminaba solo a la cama a la hora terrible, empezó a sentirse satisfecho de su aplicado nieto que (¡al fin!) había aprendido a dormir la siesta.
Yo le miraba y le miraba, mientras hacía guiños al capitán Nemo que había salvado mis tardes a bordo del Nautilus. ¿A dónde iríamos en el próximo viaje?