Involucrado en la edificación de una teoría revolucionaria y en la consiguiente práctica política, Carlos Marx fue un excelente padre de familia, según el modelo burgués. No le fue mal. Su esposa y sus hijas fueron sus colaboradoras y mantuvieron fidelidad a la causa. Su amigo, Federico Engels, dotado de sentido del humor, resultó más transgresor en este orden de cosas. Nunca contrajo matrimonio con su compañera que, al parecer, tenía buena mano de repostera. El autor de El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado se convirtió en corresponsal cómplice y solidario de Laura y Pablo Lafargue.
En una de sus cartas a Engels, Lafargue comenta que Marx atribuye a sus lecturas de Fourier y Saint-Simon cierta inclinación a las ideas del socialismo utópico. En verdad, aclara el santiaguero, esos textos resultan reveladores de las características de una mentalidad. Por vía del análisis desprejuiciado y crítico, Lafargue se adelantaba en mucho a los estudios científicos de historiadores que todavía no habían nacido.
Intangible, la mentalidad se remite a una memoria cultural que ofrece claves para entender el comportamiento de grupos sociales o del conjunto de la sociedad. Opera, en ocasiones, a contrapelo de condicionantes objetivas. Territorio de la subjetividad, la manipulación de las masas debilita su capacidad de resistencia. En tiempos de incertidumbre, renacen estereotipos de remotísimas zonas de la memoria.
El ascenso de Hitler al poder contó con la ayuda de la dolorosa humillación sufrida por el pueblo alemán después de la derrota en la Primera Guerra Mundial. En nuestro contexto más inmediato, renacen estereotipos de origen lejano. En la memoria profunda de todos, transmitida de generación en generación, ha quedado el recuerdo de los excelentes actores que pusieron su talento al servicio de la construcción de una imagen de lo que somos. Fijaron el modelo del negrito, el gallego y la mulata. El primero, recuperaba el perfil del pícaro con la bichería criolla, entrenado al vivir sin trabajar esquivando el cumplimiento del deber. En cambio, trabajador y ahorrativo, el gallego desempeñaba el papel de tonto de capirote, mientras la mulata quedaba por siempre asociada al empleo de su sensualidad. El pueblo disfrutaba la broma. Aunque aspirara en realidad, como lo demostró en más de una oportunidad, al rescate de la decencia como fundamento moral de la República. Por ese motivo, la consigna «Vergüenza contra dinero» lanzada por Chibás, tuvo tanto poder de convocatoria.
Con la Revolución, aquellos estereotipos pasaron al olvido. Reaparecieron durante el período especial. No llegaron entonces a convertirse en paradigmas. Los cambios introducidos en la economía del país reclaman necesarias modificaciones en la mentalidad. En zona tan delicada por estar inscrita en la subjetividad humana, hay que evitar errores costosos.
Es necesario incentivar la iniciativa, pero este concepto no puede asociarse a la elemental bichería de antaño complementada con los rasgos discriminatorios evidentes en el diseño del negrito.
El cubano emprendedor no es el traficante de bienes estatales, el ganancioso de las necesidades del pueblo, el acosador de turistas que matan sin saberlo la gallina de los huevos de oro, el minúsculo empresario que chupa ganancias gigantescas, todos aferrados a un ahora que no tiene porvenir, practicante de un individualismo desenfrenado, desconocedor de que en una sociedad todos necesitamos de los demás. Bajo el rostro de una supuesta nueva mentalidad, emerge el perfil de lo viejo.
Sector parasitario, el pícaro no representa el único portador de una vieja mentalidad con máscara de nueva, modernizado a veces con cierto vocabulario empresarial y víctima propiciatoria de algún aventurero de poca monta. Comparte su condición con el corrosivo burocratismo instalado en plantillas todavía hipertrofiadas y extendido en capas superpuestas.
Mientras el pillo exhibe aparente despliegue de iniciativa, el otro hace de la parálisis un instrumento de poder personal. Insensible ante los problemas del demandante, fabricante de obstáculos y dilaciones, la repercusión de su inercia afecta la credibilidad de las instituciones gubernamentales e interviene negativamente en el destino del país. Sus efectos deletéreos tienen consecuencias en lo político y en lo económico. No favorecen el desarrollo de una sicología social socialista, ahogan la participación colectiva en la solución de los problemas y frenan el impulso transformador.
No abordaré el ángulo económico en esferas que están fuera de mi alcance, de mis conocimientos y de mi práctica cotidiana. En tanto que ciudadana común, puedo observar la prepotencia y el abuso de funcionarios de base en relación con muchos pequeños agricultores que, desde su terruño, hacen frente a la demanda nacional de alimentos. Comparto la impotencia ante el despilfarro de bienes tan preciados como el agua, así como la parálisis ante las demandas de higienización de nuestras ciudades, todo lo cual acrecienta los gastos de nuestra salud pública.
En situaciones como estas, vale la pena superar intereses sectoriales para encontrar fórmulas que aseguren lo emergente y garanticen la sistematicidad.
La nueva mentalidad no requiere trámites aduaneros. Sus fuentes se encuentran en las aguas claras de nuestra mejor memoria.