En la revista Carteles del 4 de febrero de 1925 Emilio Roig de Leuchsenring (Historiador de la ciudad de La Habana desde el 1ro. de julio de 1935 hasta su deceso en 1964) se refería a las distintas profesiones más comunes en Cuba, entre ellas las de médico y abogado.
El propio Emilio Roig escribió en el artículo El médico de los muertos, que «las demás profesiones estaban repartidas entre individuos que habiendo fracasado en esas carreras, han creído oportuno dedicarse a algo más productivo».
Especificó también que era necesario que en el cementerio hubiera un individuo dedicado exclusivamente a dar fe de que los cadáveres llevados a enterrar fueran en realidad «cadáveres muertos». Comentó que esa plaza solo podía desempeñarla un médico y lo calificó como ¡el médico de los muertos!
Expresó que había llegado al cementerio tras el cortejo fúnebre de un amigo o conocido. Que cuatro zacatecas sacaron en hombros la caja mortuoria para depositarla, antes de darle sepultura, en la mesa de mármol que a ese efecto existía en los portales de «la menos burocrática de de nuestras oficinas públicas».
Y contó, además, que un señor pequeño, apergaminado y enjuto, se acercó. A un gesto suyo, destaparon la caja. A través del cristal, dirigió una rápida mirada al rostro del difunto. Hizo otro gesto y volvió a cerrarse el ataúd. «El médico de los muertos había cumplido su misión (…)».
El sabio Historiador se preguntaba si habría él descubierto después de estar mirando a diario, cara a cara, tantos cadáveres, el misterio de la muerte. «¿Sabría explicarme dónde comienzan los linderos del más allá?».
Y el propio autor aseguraba que en la vidriosa mirada y el gesto último que como huella de su marcha definitiva ha dejado la vida al abandonar aquellos cuerpos, ¿no habrá podido sorprender el secreto del ser y del no ser?
«Me he fijado muchas veces, detenidamente, en nuestro personaje cuando está en funciones —reflexionaba Roig de Leuchsenring— y me ha parecido adivinar cierta inteligencia entre él y sus clientes. Siempre, al observarlos tras el cristal de la caja, les guiña un ojo, de ese modo especial con que solemos dar a entender a otra persona que nos damos cuenta y estamos al tanto de lo que se trata o pasa. ¿Ellos, los cadáveres, le contestan? ¿El guiño que él hace es un santo y seña? ¿O es un tic tac nervioso, hijo tan solo de la costumbre?».
Y agregaba a modo de conclusión el Historiador de la capital cubana: «Ni tú mismo podrías decírmelo, ¡oh médico de los muertos, pues nunca has matado a ninguno de tus clientes! Y si lo sabes, guárdatelo, no nos reveles el misterio».