Los juristas nos creemos importantes, y en verdad lo somos. Que no se entienda mal. Es cierto que cualquier profesional puede tener una perspectiva a veces sobredimensionada de su actividad con respecto a otras. Pero nada más lejos de mi ánimo. Mas, me aventuro a recalcar (a cualquier precio) el modo en el que somos valiosos.
La necesidad de regulación de los procesos de la vida, para que no desborden y se mantengan dentro de un orden, hace que la dimensión del conocimiento y la importancia de las cuestiones jurídicas se desplieguen a la par con el desarrollo de cada una de ellas.
Esto lo sabe cada jurista: tiene mucha magia el estudio del Derecho. No logro superar —para mi suerte— una extraña felicidad cuando estoy frente a una estantería con libros de esta materia. Hay algo místico. Los textos viejos saltan como un tiempo que se cristaliza entre encuadernaciones y resisten mucho reciclaje de la cultura universal contenida en ellos. La toga, para los que la llevamos en el estrado, es otro asunto espiritual.
Entre muchos de nosotros hay conciencia de que el conocimiento de la historia de Cuba difícilmente pueda reconstruirse sin entender la importancia del Derecho y de los juristas. Existen figuras irremplazables en la historia jurídica cubana. Algunos son símbolos de la lucha por la independencia, como Carlos Manuel de Céspedes e Ignacio Agramonte. Sería una herejía intentar mencionarlos a todos.
Pero debemos conocer que existieron otros con una importante obra jurídica, que no siguieron los fines más nobles en política y no siempre estuvieron en la posición correcta. Mas, la historia también se cuenta de sumas y restas. Sería imperdonable hablar de nuestra tradición jurídica y no tener presente a Antonio Sánchez de Bustamente y Sirvén, creador del conocido Código Bustamante, vigente para muchos Estados latinoamericanos.
Las posturas dignas de connotados magistrados, como se dieron durante la dictadura batistiana, lograron fundir fenómenos regulativos de la vida social muy discutidos y enfrentados entre ellos por siglos: la ética y el Derecho, que se traduce en la necesidad de un sentido ético en el ejercicio de la profesión. Aquí no podría dejar de mencionar a los eximios Fernando Álvarez Tabío, Juan B. Moré Benítez, Eloy Merino Brito y Enrique Hart Ramírez.
En nuestro mundo existen muchos héroes anónimos. Son innumerables los fiscales, jueces, abogados, asesores jurídicos y profesores que enaltecen la profesión. Y es importante resaltar que el conocimiento del Derecho no es privativo de los juristas. La ciudadanía debe convertirse en «jurista potencial», y los funcionarios públicos están llamados a poseer conocimientos jurídicos elementales.
Solo así podríamos comprender, por ejemplo, que ninguna disposición legal puede «irse por encima» de una Ley que se discute, aprueba y pone en vigor por el mayor órgano representante de la soberanía popular; y que, a su vez, esta Ley no puede sobrepasar la Constitución; que nuestra Constitución y leyes reconocen derechos que deben estar garantizados con acceso rápido y sin dilaciones para la ciudadanía; y que la Carta Magna no es letra muerta y sirve de aplicación directa en la solución de conflictos.
El conocimiento, el respeto y el cumplimiento de las disposiciones jurídicas deciden mucho. No puede marchar correctamente una sociedad si no imbrica en su dinámica la obligatoria observancia de legalidad, institucionalidad y constitucionalidad. Ser jurista engloba el estudio, comprensión y aplicación de todo lo anterior, apegado a la ética y el buen proceder. Si los profesionales y operadores del Derecho llevamos todo esto como pasión de vida, será fácil defender la importancia de nuestro hacer.
*Jurista y presidente del club martiano Enrique Hart