Un lector me ha sugerido que intente abundar sobre los rasgos de la vieja mentalidad. ¿Acaso cree que estoy exento de padecerla? Pero advirtiendo la cojera de mis actos y saberes, empiezo por recordar que si la sociedad cubana reclama que la vieja lave sus miradas en el cristal de la nueva, es porque entre una y otra se interpone una discordancia.
¿Percibimos la gravedad de esos términos en que lo viejo se resiste a lo nuevo? Habitualmente la dialéctica del desarrollo social se ha afincado en la contradicción —antagónica o no antagónica— entre lo que necesariamente empieza a ser y lo que es, y se niega. Dicho así, en lenguaje habitual, todo parecería un proceso inconsciente, un litigio automático. Mas, lo espontáneo no cuenta tanto. Porque en los entramados burocráticos, influyen también intereses que condicionan actitudes de «defensa propia». Es decir, me niego a renunciar a mis comodidades. Y aunque resulte muy escabroso probarla, esa actitud de resistencia en las circunstancias de Cuba quizá implique la «no inocencia» al entorpecer la solución de las necesidades nacionales.
Desde luego, no acuso ni alecciono. Solo recomiendo andar y ver, ese doble secreto del oficio del periodista y de la política. Y si andamos, y nos decidimos a ver detrás de los informes, nos damos cuenta de que la vieja mentalidad sigue sosteniendo que gobernar o administrar equivale a ordenar y mandar desde distancias intransitables, sin gestionar una atmósfera de confianza y creatividad. Según mi experiencia, una de las viejas fórmulas consiste en acatar las nuevas leyes, y ponerlas en práctica en este o aquel sitio de modo que se adecuen a los métodos y hábitos convocados a actualizarse. Esto es, lo viejo sigue viejo.
No volteemos la vista. Y confirmemos que los aparentes acatamientos del formalismo continúan activos. Para esa conducta de falso techo, las ideas e iniciativas de las masas carecen de validez, y lo prometido no es deuda, ni el contrato un documento de inexcusable obligación. Por esas razones, algunos de cuantos, como mínima acción, deben explicar, nada explican. Y por extensión a nadie persuaden, a nadie infunden ánimo.
Líbreme el buen sentido de exagerar o de ser injusto. Pero esos son rasgos que uno observa cuando anda por el país, y recibe quejas o cartas pidiendo soluciones a problemas que no se resuelven en la localidad, ni siquiera reciben allí una pormenorización racional de las causas. Por ejemplo, un productor me escribió: Pedí unas tierras ociosas, y pasado el tiempo establecido por la ley, me devolvieron el expediente vencido con la recomendación de que volviera a buscar los mismos papeles y los presentara nuevamente. Igualmente les ocurrió a otros de la misma zona. ¿Qué se pretende: estimular o desestimular?
Dirijamos ahora la cámara hacia la calle. La vieja mentalidad en nosotros, ciudadanos comunes, aún añora los años cuando pretendíamos que para prosperar solo era necesario un sésamo: quererlo. Y por tanto se niega a aceptar que ya no seamos iguales a la vieja usanza, es decir, que aptos y menos aptos, eficientes e ineficientes nos emparejemos en el salario y los méritos, y que la seguridad social, en país pobre, siga sustituyéndome en mis obligaciones de hijo o de padre. También nos molesta pagar tributos fiscales. Recientemente, un campesino se quejó: fíjese, me exigen un impuesto por la tierra. Esa misma tierra —le dije en un segundo de lucidez— que usted ha recibido en usufructo gratuito.
En cierto sentido, más provechoso que identificar los rasgos de la vieja mentalidad, sería operar contra la insistencia de seguir tocando las aldabas en puertas clausuradas por su obsolescencia y esconderse tras sus astillas.
¿Y cómo, pues, habríamos de obrar contra la doblez, esa postura de pregonar con las manos en la espalda que todo está en orden? Habría que embanderar en cada lugar habitado, en cada terreno cultivado, en cada fábrica y proyecto de mejoramiento, en cada silla, en cada mano alzada o en cada aplauso, una disyuntiva sutilmente inapelable: sirvo o… sirvo de verdad. Porque las apariencias, como el maquillaje, rejuvenecen solo por un momento. Si no aprendemos a valorar las demandas de transformación de nuestra sociedad, embarazada entre obstáculos propios y limitaciones avivadas por voluntades ajenas, y en consecuencia no deponemos con honradez tendencias envejecidas, privilegios y comodidades, coadyuvaremos culposamente a la pérdida de lo que hoy es más urgente y precioso para la nación: el tiempo y la oportunidad.