Hace unos días, un amigo me comentó, turbado: «Juan, sé que tienes dos hijas pequeñas. ¿Te ponen en aprietos como hace la mía conmigo? Ayer mismo quiso saber por qué la leche es blanca. ¡Imagínate tú!». Yo sonreí al recordar a una de mis nenas: «Papi, ¿por qué las mariposas no vuelan recto?», me preguntó una vez. Aún está esperando por mi respuesta.
«La mayor invención del mundo es la mente de un niño», dijo el inventor mayor, Thomas Alva Edison. Y así es, en efecto. Al enfrentarse con lo desconocido, los pequeñines develan casi siempre nuestro universo de «personas mayores». Divertidos, agudos y sensatos, sacan a la luz nuestras mentirillas piadosas y hasta nuestras inconsecuencias.
Mis hijas Sofía (ocho años de edad) y Beatriz (seis) suelen, alguna que otra vez, colmar mi capacidad de asombro con sus frases ingeniosas y oportunas. Yo he tenido que callar ante la solidez de algunas de sus reprobaciones, por mi falta de correspondencia entre prédica y práctica.
Un día me senté frente al televisor, en el horario de los dibujos animados. En eso llegó Sofía. Con mirada pícara, sonrisa burlona y manos en la cintura, me largó: «Papito, ¡así te quería coger! Si, según tú, los niños no deben ver telenovelas, porque están hechas para adultos, ¿qué haces ahora viendo muñequitos, si están hechos para niños?» Su lógica me aplastó. Y no pude replicarle ni media palabra.
Otra vez era ella quien veía a Dumbo en la sala. Tocaron a la puerta y, por los golpes, supe que era Beatriz. Como la puerta me quedaba distante y el sillón donde mi niña mayor se arrellanaba estaba al lado, le pedí: «Sofi, abre tú, que es tu hermana». Y ella, sin quitar la vista de la pantalla, me replicó, tranquilamente: «Abre tú, que es tu hija».
Respuestas simpáticas no han faltado en mi colección. «Beti, ven a almorzar», le pidió la tía desde la cocina a mi pequeña Beatriz. Sofía la requirió desde la sala: «Beti, ven acá un momento». Yo la llamé desde mi cuarto: «Beti, dame un beso». Y Betica, sin atener a dónde ir, expresó con su proverbial gracia: «Se me ponen de acuerdo los tres, porque me están llamando de aquí, de allá y de acullá».
Por negarme a complacerle un capricho, Sofía se «peleó» conmigo una tarde. «¡Ya no serás más mi papito!», me dijo, llorosa. Al rato me necesitó. Pero quería dirigirse a mí sin comprometer su «dignidad». Y halló la manera. Luego de merodear en torno mío, y como para que no se me olvidara su decisión de «borrarme» de sus afectos, me preguntó, seria: «Ex papito, ¿podrías regalarme una hoja de papel?». La busqué, se la di y me dio la espalda sin mostrar ninguna gratitud. Yo, a hurtadillas, casi me muero de la risa.
Escribía yo con la presión de un cierre. Mi jefa me telefoneaba cada cierto tiempo con la misma interrogante: «Juan, ¿te falta mucho?» Y yo, tenso: «Ya estoy acabando». En eso llegó Betica a preguntarme por enésima vez: «Papito, ¿por fin cuándo me vas a prestar la computadora?». Le respondí alterado y sin mirarla: «¡La semana que viene!». Enojadísima, me contestó: «¡Ay, qué lindo, la semana que viene!». Le agradecí en broma: «Gracias por decirme lindo». Y me replicó: «Papito, ¡tú sabes que fue una ironía!»
Cierta noche, leía yo en el balcón. Sofía me localizó y fue hasta allá. «¿Qué lees?», me preguntó solo por fastidiar. Le dije el título de la obra y de qué se trataba. Pero ella no me hizo el menor caso. En eso miró hacia el firmamento y me comentó, entusiasmada: «Papito, ¡como hay nubes en el cielo esta noche! Me gustaría agruparlas, convertirlas en algodón y curar con ellas todas les heridas del mundo». Y, ni corta ni perezosa, se retiró del sitio como si hubiera acabado de expresar la simpleza más grande del planeta.
Tengo anotadas varias preguntas y afirmaciones breves suyas: «Papito, ¿es cierto que cuando los dinosaurios existieron yo era solamente una diminuta célula?», me sondeó en una ocasión la propia Sofía. Y otra vez: «Papito, el refresco instantáneo es instantáneamente rico». Hace poco le pregunté: «¿Cuánto me quieres?» Y me respondió: «Papito, el cariño no es cantidad, sino intensidad».
Tienen también inquietudes idiomáticas. Indagó Beatriz: «Papito, ¿por qué solo se le dice lunar, y no también solar, a la manchita que tenemos en el cuerpo? La Luna y el Sol tienen el mismo derecho». Conjeturó Sofía: «Papito, si tú me dices que te dé un abrazo, es con los brazos. Pero si te paso una pierna por encima mientras duermo, te estoy dando un apierno. ¿No crees?». En ambas ocasiones les respondí: «Ah, no, por favor, yo de eso no sé nada, no me atormenten».
No hay maestros más capaces que los niños. En su magisterio dominan como nadie la ortografía de la vida: nos admiran, nos interrogan, nos ponen puntos suspensivos y hasta nos dan el punto final. De ellos dijo Martí en La Edad de Oro: «Saben más de lo que parecen, y si les dijeran que escribiesen lo que saben, muy buenas cosas escribirían».