El mar lo conocí de niño en el primer viaje a La Habana, pero me lo presentó Matanzas. A la montaña subí con 22 años, a plantar cafetos. Y tras haber colgado el saco de azúcar prieta de mi hamaca entre dos árboles cuyos troncos no eran tan anchos como para que los cabos también improvisados no fueran suficientes a abarcarlos, ni tan estrechos que no resistieran mi peso mosca, los inconvenientes me parecieron ejercicio puro de descubridor.
Posiblemente, para los que viven en el llano sin haberla escalado, la montaña significa lo mismo que el mar para los que habitan en lo alto y nunca han bajado: la añoranza por lo desconocido. Y este pasajero, que entonces anhelaba andar para ver y soñar con escribir, sentía el estimulante pellizco de lo ignorado, cuando desde las carreteras, el lomerío se le escondía tras su azulenco perfil.
Al oscurecer, nos fuimos juntando en torno de los calderos. Las llamas echaban un resplandor bamboleante sobre la tropa. De pronto, un fogonazo aplacó la luz de las hornillas; detrás restalló un estruendo. Y contrariamente al llano, donde tras el rayo a veces la lluvia se entretiene en su amago, empezó a caer de inmediato un aguacero pesado, tormentoso. Comimos una hora después: carne en conserva «rusa», y arroz blanco un tanto aguado a pesar de los cuidados de los cocineros.
Hacia las dos, me despertaron para hacer un turno de guardia. Al mirar al cielo, vi las estrellas más fosforescentes, quizá porque están más cercanas, milimétricamente más cercanas. Cualquier altura basta para modificar la perspectiva, y en ello radica el llamado hacia lo más alto que distingue al ser humano de la bestia, incluso del mono, que viene observando las luces celestes desde hace tanto tiempo y todavía no se ha decidido a conquistarlas, ni a nombrarlas, ni a servirse de ellas. Sonreí al recordar la influencia de mis lecturas de León Bloy y Giovanni Papini. El argumento no competía por su consistencia. El mono ha sido siempre mono. ¿Y Darwin? El mono de Darwin ha sido otro: nosotros, que todavía no hemos sido completamente hechos...
Volví a observar el firmamento. Al rato, caí en la cuenta de que la filosofía no basta, al menos no sustituye la claridad que la sensación de pequeñez nos arroja cuando empinamos la cabeza al infinito. Miré luego hacia el monte. Por momentos ascendía y de súbito bajaba yendo hacia arriba. Y me poseyó la percepción fantasiosa de aquel sitio: una oscuridad a la que miraba sin verla mientras, en cambio, ella me veía a través de sus barrancos, pendientes y ondulaciones tupidas y ruidos indescifrables. Empezaba a aprender que en las serranías el sonido viaja anticipándose mientras rebota en laderas y montes, de modo que lo que parecía cerca lo demoraba una geometría que ignora la línea recta. ¿Por qué pensaría en esas cosas tan raras? ¿Acaso influido por la doble soledad de la montaña y la guardia? Quizá me mareó la altura.
Media década más tarde, ya de periodista, empecé a visitar los principales conglomerados serranos de Cuba: Maestra, Cristal, Guamuhaya, Rosario, los Órganos… Esa bitácora de reportero la publiqué en Bohemia, y dejé reportajes jadeantes, crónicas asustadas al recorrer caminos como carruseles, y entrevistas asombradas ante montunos felices por convivir entre las nubes… Sin embargo, de mi primera trepada, en la Sierra de Guamuhaya, que llamábamos impropiamente Escambray, nunca había escrito; tampoco de mi torpeza para abrir huecos y enterrar las posturas del cafeto, y mucho menos revelé el haber sido ducho en prescindir de la ducha durante una quincena. Lo recuerdo y casi justifico el descuido con los usos agrestes, crudos, de la existencia en las montañas. Pero soy culpable. Porque desde la cercana hondonada, las aguas del Agabama hacían gárgaras de piedra en piedra, y las dejé pasar…