Será todo lo trillada que se quiera, y podrá expeler un cierto tufillo cursi, pero alguna gota de verdad debe verter la socorrida frase, que ha sobrevivido a la pátina del tiempo, de que «los ojos son el espejo del alma». Lo cierto es que, apropiada de mil formas distintas, pocos poetas parecen haberla barrido. La traigo a la meditación compartida por la confianza que nos transmite el interlocutor que nos mira de frente, ofreciéndonos fragmentos reveladores de sus actitudes y sentimientos, de su ser esencial mismo, para así saber o intuir a qué atenernos.
Con la experiencia de la vida se va aprendiendo que unas miradas esquivas pueden expresar temores, timidez, vergüenza, indiferencia o una manera de esconder algo. Pero si del otro lado al que observamos en búsqueda de una señal o pista de lo que realmente quiere decir, solo encontramos unos cerrados lentes oscuros, por mucha que sea la locuacidad verbal puesta en juego nos asalta la tentación de preguntar: por favor, dime… ¿quién eres?
Desde luego que no hay que llegar a tal extremo si estamos ante personas que tienen que llevarlos siempre por deficiencias y problemas oculares, o para protegerse de un sol demasiado intenso, y en este caso sería preferible guarecernos bajo una sombra oportuna para conversar a cara descubierta.
A insistentes «semienmascarados» vemos desfilar, con bastante frecuencia y desbordante desenfado, por la pequeña pantalla que invade los hogares. Imagino la dificultad del entrevistador de ocasión para hacernos creer a los receptores que está entablando un diálogo espontáneo y sincero, aunque no deje de serlo. Por lo pronto, desde mi mirada de público, con frecuencia me asalta la duda de que la figura puesta en foco me esté diciendo toda la verdad, e incluso hasta sospecho si la fecha y el lugar de la gran presentación que anuncia o sus planes futuros acaso consistan en una broma.
Sé qué habrá impugnadores de estas observaciones, que reclamarán el derecho de cada quien a llevar puesto lo que mejor les parezca, y ante ellos me inclino, o dirán que llevarlos está de moda, «tiene onda», o es un símbolo de éxito (¿?), o acaso se trate de una suerte de ocultamiento concedido en exclusividad a los famosos…
Mas, como quiera que se mire, cualquier medio de comunicación que se respete cuida la credibilidad de sus mensajes, y por supuesto de los mensajeros, y para ello prescinde de cuanto obstaculice la nitidez de la recepción. Por algo se rige por normas tecnológicas y de los lenguajes, y prescriben los llamados ruidos y excesos que deterioran la calidad de lo que se transmite.
Ya sea, por ejemplo, un informador que descuida la sobriedad, y se recarga de abalorios que desvían la atención de un auditorio ya de por sí sometido a las interrupciones domésticas, o esos rostros a medio ocultar, evocadores de alguna cinta de James Bond, que nos regatean el todo de lo que queremos ver y, por qué no, a veces también querer, fuera del espectáculo y las candilejas. Que no sean como el personaje humorístico con sombrero enfundado hasta las narices, que pide mirarle a los ojos.